Antonio Rivera, Universidad del País Vasco.
LETRA INTERNACIONAL, 124. Octubre 2017.
Te voy a hacer una autocrítica
Diccionario para entender a los humanos
Perroantonio (José Antonio Blanco)
Madrid, Trama editorial, 2016
Los dos proyectos modernos fundamentales siempre han entrado en contradicción acerca de la conveniencia o inconveniencia de dejar al descubierto la realidad convencional de nuestra trama social y de nuestras instituciones. En los momentos en que se atisbaba casi por vez primera la oportunidad de dar paso a otro tiempo, un jurista y político de las filas conservadoras, Clement Walker, afirmó que no cabía «forma de gobierno sin sus debidos misterios [porque] la ignorancia, y la admiración que de ella dimana, es la fuente de la devoción y la obediencia civil». Lo decía en 1661, en plena revolución inglesa, censurando la actitud de las sectas «comunistas» de entonces a las que acusaba de haber «desplegado ante el vulgo, cual perlas ante una piara, todos los misterios y secretos del gobierno enseñándole a desmenuzarlos hasta los primeros principios, de manera que, en adelante, la gente presenta tal grado de arrogancia que les resulta imposible reunir la humildad suficiente para acatar una administración civil». El «diccionario para entender a los humanos» que firma Perroantonio (seudónimo del baracaldés José Antonio Blanco) sería sólo una colección de aforismos divertidos e inteligentes si no destapáramos las posibilidades que el ejercicio del desnudo entraña. Trescientas voces de otros tantos conceptos que invitan a repensar sobre la auténtica semántica de las palabras que se vela cotidianamente por mor de los males de la inteligencia de todos los tiempos: la pereza de preguntarse sobre el verdadero sentido de las cosas y la asunción acrítica de todo lo que nos viene dado. Dicho de otro modo, la realidad oculta tras el lenguaje reiterado y las palabras convertidas en una convención cultural (y política) que significa lo que sólo interesa a alguna parte, habitualmente la que manda. Su resultado es aquello que Gramsci llamó hegemonía y que nuestro presidente del Gobierno traduce por «sentido común»: una visión de la realidad que gracias a la victoria de la clase hegemónica prima espontáneamente en una sociedad. Antoine Destutt de Tracy (La ideología como ciencia de las ideas, 1801) se adelantó a los dos y la definió como «expresión ideal de las relaciones materiales dominantes concebidas como ideas».
La cosa es que Perroantonio, en lugar de limitarse a definir «comercio» como la inmemorial actividad de intercambio de bienes, dice eso y añade cómo los griegos, cachondos ellos, consagraron a Hermes como dios del comercio, de los ladrones, de los mentirosos y de los poetas, «razón por la que American Express lo elevó a los altares de su tarjeta». O refiere «conciencia» como «implante de un código de comportamiento social que sólo reacciona ante tres catalizadores: la cámara de vigilancia, la Biblia [cualquiera de las muchas existentes] y la porra». Así hasta trescientas definiciones que, aunque diviertan todas ellas, no son ningún divertimento.
En los años sesenta se puso de moda la palabra «deconstrucción». Hoy casi solo la emplean los cocineros modernos, pero en realidad fue Jacques Derrida (echando mano a Heidegger) su inventor y quien nos invitó a preguntarnos sobre la auténtica relación entre los signos (aquí las palabras) y su significación en un determinado contexto cultural y en la intención de su emisor. Ello permitía cuestionar el canon, lo establecido, y proceder a abrir posibilidades interpretativas múltiples. El resultado final es una vuelta a la duda de la que nació nuestra Modernidad. Una reiteración de la sospecha sistemática acerca de lo que nos viene dado como conocido, pero también una duda ante las verdades en que se instala nuestro tiempo contemporáneo. Por ahí su postestructuralismo enganchaba con el postmodernismo en boga.
El resultado de su propuesta es el de siempre: procedemos a dudar y pasamos a continuación a preguntarnos, porque sólo de la duda viene la sabiduría. Pero ahí surge la discrepancia fundamental. Los progresistas de todos los tiempos recientes, con Rousseau de padre putativo, han pensado que la auténtica realidad de las cosas estaba escondida detrás de una maraña de capas que impedían a los humanos verla de forma prístina. La verdad se ocultaba a cada paso porque los poderosos necesitaban esconderla o desfigurarla dada su peligrosidad una vez descubierta por el pueblo. La tarea del pensamiento avanzado siempre fue desnudar la verdad para así recuperar la condición natural de esta. La civilización se aplicaba al engaño y la naturaleza recuperaba el origen positivo y bondadoso de las cosas. Incluso después, con el poder del Estado, el progresismo dispuso la ingeniería social más compleja al contradictorio objetivo de recuperar la condición pre-social del individuo humano, su auténtica naturaleza no corrompida aún. En este sentido, proclamar la desnudez del príncipe era obligación para la izquierda de verdad, aun con el riesgo de que todo se pusiera en peligro y se fuera al diablo.
Justo lo contrario del pensamiento conservador desde sus inicios, muy en la línea del pensamiento tradicional que le precedió e imperó en la Tierra durante siglos y milenios. Para estos es necesario y conveniente ese ropaje cultural que adorna las sociedades e instituciones con valores que se saben falsos, pero que se sostienen en inveteradas convenciones. Todo es convencional en la vida social, todo responde a un acuerdo tácito, todo forma parte de una imaginación formalizada y materializada tan fuertemente que sostiene todo nuestro edificio social. Si dejamos que la duda se extienda, todo se derrumbará y todos saldremos perjudicados; los que más, los situados más arriba del edificio social. Cualquier sistema se soporta en la violencia, en el temor o en alguna biblia, en alguna creencia ciega, pero decirlo y descubrirlo, dicen, no conviene. Recuperar al ser humano presocial es terrible porque como expusiera Hobbes y ha respaldado toda la antropología pesimista posterior, este es un lobo que amenaza al otro humano y sólo si se le intoxica de cultura (y de temor) este se comportará cabalmente. El patriotismo como escribe Perroantonio, no es sino la voluntad de crear un corralito (Estado) «para arreglar las cosas en famiglia», pero Chesterton nos advirtió que con ese espíritu tan escéptico nada funcionará, todo se irá al traste: «Un soldado meramente racional no luchará, un amante racional no se casará».
Ningún conservador inteligente es tan bobo como para no saber que los Reyes son los padres, pero apuesta con convicción porque la noticia se dé a conocer cuanto más tarde mejor, cuando el escepticismo de los viejos es ya cinismo inofensivo. Entre tanto es más edificante el pensamiento ilusorio, el wishful thinking o ilusión que se sabe no verdadera, pero que, como reflexionó John Stuart Mill, es mejor que la verdad, porque proporciona «el mismo beneficio para los sentimientos que se derivaría de dicha concepción si ésta fuera una realidad». De hecho, nuestra fase póstuma de la Modernidad está acechada desde hace tiempo al menos por dos evidencias. La primera de ellas remite al hecho de que la ascensión de la Razón al pedestal de la deidad suprema ha incapacitado al ser humano moderno para entender desde la sensibilidad muchas cosas de la vida. La realidad sensitiva a la que apelan los conservadores desde el romanticismo proporcionaría una muleta a ese cojo racional que ha protagonizado los dos últimos siglos. Cuánto de ello deba incorporarse a nuestra dieta es materia de debate y espanto ante la irrupción incontrolada de ese pensamiento (si acaso) antiiluminista en todo tipo de medios de comunicación. Con todo, parece que la otra interpretación de aquello de Goya de que «el sueño de la razón produce monstruos» invitaría a tomar en mayor consideración la parte no racional, que no irracional, de nuestra condición humana para entender de manera más completa el mundo que habitamos. De hecho, esa dimensión no racional ni materialista ocupa en nuestra actualidad un espacio como pocas veces en la historia, en parte como oportunidad para no ver sólo con un ojo, en parte como seria amenaza de regreso a las creencias fantásticas anteriores a nuestra contemporaneidad.
La segunda evidencia desnuda otra vez nuestras convenciones modernas. Desmontamos, deconstruimos en su tiempo las lógicas perversas que sostenían y justificaban aquella sociedad tradicional, jerárquica, orgánica y reglamentada para dar paso a la sociedad abierta de los derechos, de la regulación básica y del campo de juego para los más aptos, los más inteligentes, los más suertudos o los más deshonestos. Las nuevas palabras tótem de nuestro tiempo son las que justifican el diccionario de Perroantonio: democracia, nación, Estado, voto, propiedad, pluralismo, derecho, ideología, banca o comercio. Y esto porque de los sesenta para aquí —si no antes, porque los clásicos, de Marx a Nietzche, estaban ya en ello— se advirtió que los modernos a su vez habíamos orquestado una nueva teología de palabras (signos) con contenidos semánticos de parte que ocultaban otra vez la esquiva naturaleza real de las cosas. Ese mundo al que pretenden acceder los Perroantonio de turno. De manera que si hace doscientos años desmontamos las falsas verdades de la tradición, ahora vivimos con las falsas verdades de la Modernidad al descubierto. Si nuestro presente postmoderno es habitable o no, es materia opinable. Los viejos conservadores considerarán que hemos hecho de nuevo un pan como unas hostias demostrando ser tan listos solo para proporcionarnos un suelo de arenas movedizas. Al contrario, los jóvenes modernos pensarán, siempre en pos de la vieja fe en el progreso, que semejante ejercicio anticipa la aurora de la que saldrá otro mundo posible, siempre mejor. En uno y otro caso, y visto lo visto, creencias.
Entonces, ¿qué hacer, que dijo el calvo ruso? Aquí Perroantonio es concluyente. Ni divertimento ni diletantismo. Otro valor más de su trabajo. Lo deja claro en sus voces «Tolerancia» («Práctica social que consiste en soportar con resignación que los idiotas expresen públicamente lo que piensan o cocinen un ornitorrinco porque lo exige su dios (…) renunciando a llevarlos a la hoguera por ser impermeables a la luz de la verdad y la ilustración») y «Vehemencia» («Quien no defienda sus argumentos con vehemencia se arriesga a ser refutado por un vehemente sin argumentos»). La postmodernidad ha forzado una elección: asumimos que no tenemos remedio, que este sindiós es lo que hay, que la Modernidad se ha agotado al descubrirse que no conduce a ninguna parte, o, conscientes de la médula de ese razonamiento, haciéndolo propio incluso, tomamos por menos mala una defensa preventiva de los valores de aquella desvencijada Modernidad (razón, cosmopolitismo, relativismo del bueno, universalidad…) a la vista del abismo a que nos conduce la verdad de que nada lo es. Es decir, ¿no será menos malo regresar al truco conservador de saberse las mentiras para poder seguir viviendo antes que de nuevo el moderneo de vivir soportados sobre la nada? No es un retruécano ni una conversación de filósofos desocupados; es un problema de nuestras sociedades. A sabiendas de los males producidos en nombre de la Razón y la Modernidad (el capitalismo y sus miserias, el colonialismo y las suyas, el racionalismo como cerco, la libertad como señuelo, el progreso como fe igualmente irracional, etcétera), se nos invita a desproveernos de cualquier argumento. En nuestras decadentes sociedades occidentales impera un relativismo inoperante, abrumado por el no saber qué hacer, y que sin embargo convive con los restos de ideologías del XIX inasequibles al desaliento de esa Modernidad exangüe: los nacionalismos, los populismos o los fundamentalismos. Mientras unos nos atracamos de racionalidad para desarmarnos, los otros lo hacen de sinrazón para intentar imponernos su mundo. Y nosotros dejamos hacer porque no sabemos qué decir. Perroantonio se apunta a los críticos de nuestros coetáneos diletantes, de todos esos buenistas, irresponsables, correctos políticamente y relativistas (en el sentido malo), dispuestos a dejar que se acabe nuestro mundo solo por la pequeñez de que este no sea tan perfecto y sublime como quisieran.
Se aprecia ahí una conciencia moral reactiva, con maestros que van de Chesterton a Houellebecq. Nadie mejor que los conservadores inteligentes para hacer pensar de manera novedosa y productiva a los progresistas inteligentes. Nada mejor que conocer el pensamiento elitista para, sin hacerlo propio, apreciar la distancia y el valor que median entre el juicio de Agamenón y el de su porquero. La democracia telemática ha horizontalizado el conocimiento falsamente y el resultado no puede ser más letal. Igual que el peligro que se esconde tras el nihilismo a que puede invitar la lectura de estas páginas. Nada más lejos de la intención del autor, que no anima, ni por asomo, a vivir ni en contra ni al margen del mundo realmente conocido, ni mucho menos a alabar en el totum revolutum la disposición de los necios apocalípticos (autoritarios, terroristas, postmodernos, demagogos y comunitaristas, todos en el mismo perverso saco). Entre medias sobreviven emboscados los metodólogos, haciendo el agosto con el procedimiento y ajenos por completo a los resultados (y a sus efectos). «Psicopedagogía: Disciplina pedagógica que sustituye los conceptos por colores, los números por palotes y las calificaciones por sentimientos. Los psicopedagogos escolares están obligados a utilizar en todas sus frases alguna de estas palabras: integración, competencias, transversal o curricular; si no lo hacen así sus compañeros no comparten con ellos los rotuladores y las infusiones en la sala de profesoras y profesores». Perroantonio dixit.
Obviamente, se trata de «entender a los humanos», no de solucionarles la vida. Te voy a hacer una autocrítica no es un libro de autoayuda y no pretende decirnos qué hacer. Se supone que apela a nuestra mayoría de edad para que con ella obremos conforme a buen criterio. Es el estilo de esta literatura, sólo agónica en cuanto que nos invita a la lucha por ser nosotros mismos, pero no apocalíptica, porque no anuncia la hecatombe ni parte de que vivamos en el más perverso de los mundos. Solo, como expusiera hace un siglo su maestro Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo (1911), se trata de saber lo más próximo a la verdad de las cosas. Lo que hagamos luego con ello es cosa nuestra. Perroantonio anuncia una futura Enciclopedia para explicar el mundo, que depende en su redacción de la costumbre de comer todos los días y de las pérdidas de tiempo a que obliga su satisfacción. Ojalá nos deleite de nuevo y pronto con sus ladridos.