Caríssima socialdemocracia

Después del fuego y la rueda, la socialdemocracia es el mejor invento de la humanidad. Es cierto que tiene sus inconvenientes, como su hipertrofia burocrática, su exhibicionismo sentimental o la asfixiante normalización del pensamiento público —que empuja a la hipercorrección política en todos los temas posibles, desde la sexualidad a la cría del jilguero— pero a cambio ofrece un sistema de protección social y de resolución de conflictos sin igual. Casi ni hace falta comparar.

Los países de regímenes liberales tratan a toda costa de dejar a su suerte al individuo, a veces con notable éxito, lo que genera sociedades altamente clasistas. Las sociedades premodernas, como la mayoría de los países árabes, ofrecen cierta seguridad e intervención caritativa a cambio de obediencia y sumisión, un feudalismo evolucionado que en algunos casos es directamente esclavismo. Por su parte, las experiencias revolucionarias, sean de obediencia comunista, fascista o neronista (a Kim Jong-un sólo le falta prender fuego a Pionyang mientras toca la lira) son más proclives a recurrir al pistolón y a los campos de concentración y exterminio como método de resolución de conflictos.

No hay sociedades que garanticen tanto la permeabilidad interclasista como las socialdemocracias. Siguen existiendo clases, pero es posible atravesarlas gracias a una educación que hasta pasada la adolescencia es prácticamente gratuita y que después está fuertemente subvencionada. Tampoco hay otros modelos sociales que se preocupen y ocupen tanto de la salud de sus ciudadanos.

A quienes braman —o más bien rezongan— contra el mercado y repiten que sufrimos un neoliberalismo feroz sólo hay que pasarles por el morro la tarjeta de la seguridad social y su carta de servicios: que miren y comparen y luego hablamos; porque podemos mejorar, vale, y de eso se trata, pero hay que seguir en ello. Ningún gobierno europeo, sea cual sea su inclinación ideológica, ha renunciado a las herramientas de la socialdemocracia para conseguir sociedades más justas: el estado de bienestar más o menos universal, con sus políticas de asistencia social, educación y sanidad; el reformismo gradualista frente a la revolución; la negociación colectiva frente al conflicto; la redistribución de rentas mediante políticas de solidaridad interclasista e interterritorial; las políticas de integración de las minorías… Todas ellas inicialmente «conflictivas» porque su funcionamiento necesita de la requisa inclemente y sistemática de una parte considerable de las rentas de los ciudadanos, eso que conocemos como impuestos. Sin embargo, han permitido construir un delicado edificio de servicios y ayuda mutua que ha cimentado un periodo de paz y de desarrollo espectaculares. Sin socialdemocracia (y sin el amigo americano) aún seguiríamos matándonos.

La socialdemocracia es la única ideología realmente operante en las administraciones europeas, pese a que haya gente, incluidos muchos liberales, que fingen no saberlo. Por eso llama tanto la atención que los socialistas menos ilustrados, cuando vienen mal dadas, se refugien en las tendencias proteccionistas y reaccionarias del nacionalismo o vuelvan los ojos hacia el fracaso criminal del comunismo. Aquí falla la acción didáctica entre las bases, compañeros; ya me diréis cómo váis a convencer a los votantes si no os lo creéis vosotros.

Pero dicho todo esto, hay que asumir que la socialdemocracia es un sistema muy caro. Económicamente carísimo y muy costoso en el mantenimiento de su maquinaria de negociación continua, de hilado fino y juego de equilibrios múltiples. Los que no saben engrasar el sistema, los torpes en diplomacia, en mano izquierda y en el arte del toreo, los bocazas, los chulos, y los cortos de entendederas (y no hago distinción de sexos) prefieren las soluciones tajantes, la bota de punta y el puño de hierro. O sea, lo contrario a la política, que no es el arte de ganar elecciones, como algunos pretenden, sino el de encontrar y ampliar las posiciones comunes.

No es posible gozar de los beneficios de la socialdemocracia sin asumir sus costes. Hay que pagar peaje renunciando a las imposiciones bravas y hay que pagar el coste aflojando el bolsillo, aunque proporcionalmente a los ingresos. Y, claro, para pagar hay que recaudar por tierra, mar y aire. Sin un sistema bien tejido de impuestos no hay recaudación justa y proporcional, pero tampoco redistribución de la riqueza ni ninguno de los servicios públicos que ya consideramos esenciales. El acuerdo, como siempre ocurre con los acuerdos, se alcanza negociándolo: qué das tú, qué doy yo y qué ganamos todos, que para perder no hace falta que acordemos nada.

Estas obviedades, tan básicas que las enseñan en las escuelas de primaria, estaría muy bien hablarlas como buenos colegas en los círculos de la plaza Sintagma, porque las soluciones alternativas están grabadas a cañonazos en las piedras. «¿Qué das tú, qué doy yo y qué ganamos todos?». Si todos perdemos, mal negocio.

[Publicado el 08 de julio de 2015 en ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS]