La delgada línea gorda

Dije cierta vez que el escándalo es un producto típico de la sociedad de la información y el entretenimiento, consistente en una indignación publicitada y enfática, acompañada de retórica y pantomima, que para funcionar necesita de tres elementos: una información ocultada, un informante que se finge virtuoso y un público de hipócritas haciendo aspavientos. No me la envaino. Añadiría hoy que el escándalo es un género periodístico tan productivo como la noticia, el reportaje, la entrevista o la columna. Y por lo que se ve en la web, uno de los géneros que se traduce con mayor éxito en clics, o sea, en visitas publicitarias, es decir, en dinero.

Pero escandalizar es un verbo que también se conjuga en forma reflexiva. Al afán escandalizador le corresponde un público predispuesto a escandalizarse. Del escándalo siempre hay alguien que saca provecho, sean los moralistas que movilizan a las masas o quienes publicitan sus productos y servicios. Así que es necesario adiestrar al personal para que se escandalice convenientemente, lo que implica configurar previamente una moral o, mejor dicho, un moralismo.

Los moralistas, sean reaccionarios, revolucionarios o aficionados a las lecciones de ética, han encontrado en las redes sociales el medio ideal. Hace no mucho tiempo algunos pensadores sostenían que la democratización de la información llegaría en el momento en que fuera posible la comunicación simultánea en las dos direcciones: de los medios hacia el público y del público hacia los medios. Lo que nadie preveía era el vigor de la charla simultanea de millones de personas ejercitándose en la función fática del lenguaje, ni la explosión y triunfo del escándalo y el moralismo, que viene a ser lo mismo que de la hipocresía.

¿Qué ofrecen las redes para que florezcan los indignados y escandalizados? Lo primero, una plataforma inmediata, en el doble sentido de instantánea y no intermediada. Para quienes no sienten ningún vértigo en recorrer la distancia que va desde la neurona feliz a la punta de la lengua, la posibilidad de hacer llegar sus ocurrencias a cientos de individuos simultáneamente es como un masaje (nunca mejor dicho que «el medio es el masaje», o sea). Pero si además —aquí va la segunda— obtienen «recompensa» inmediata en forma de «Me gusta» y «¡Extraordinario!», es como si el masaje tuviera final feliz. ¿Qué más puede pedir un moralista que obtener una recompensa inmediata por su exhibición moral? «¡Cuánta razón tienes [como yo, que te la doy]! ¡Eres la voz que clama en el desierto [en donde estamos todos clamando]! ¡Ójala todos fuéramos como tú [que ya lo somos al decirlo]!». Llama la atención que no se escuchen gemidos continuos, ohhh-ahhh, de tanto orgasmo simultáneo.

La tercera ventaja que ofrecen las redes es la «viralidad», que permite al escándalo replicarse como un virus e infectar hasta a los vacunados contra la hipocresía. Ocurre así que hasta quienes se escandalizan de los escándalos los replican para escandalizar a los que aún no se habían escandalizado.

La cuarta ventaja es la falta de control y jerarquía. En un entorno no regulado vale lo mismo el resultado de una investigación que una opinión o una verdad que una mentira, lo que tiene efectos letales sobre la confianza. Basta que alguien tenga éxito al crear una frase ingeniosa para echar a perder un gran esfuerzo. Ni me molestaré en comentar la ventaja que otorgan el anonimato o la distancia.

No parece haber manera de detener la rueda. Mientras la máquina genere ruido y dinero seguirá girando. Y todo vale para crear escándalo, desde el sacrificio de un perro infectado a una ironía reinterpretada insidiosamente en sentido recto.

Pero el escándalo es espuma. Si con el periódico de ayer envolvíamos el pescado de las noticias muertas, a los «Me gusta» del escándalo de hace seis horas se los zampa un único gatito de Youtube. ¿Viven para siempre los «Me gusta» o se marchitan? ¿Dos escándalos de ideologías contrarias se atraen o se repelen? ¿Se extinguirán los periodistas como se extinguieron los serenos? Quizá no seamos conscientes de que llevamos ya mucho tiempo rebasando la delgada línea gorda del ridículo. Perdón, obesa.