El arte de propagar confusión y ruido

En algún momento de la historia alguien decidió que para ilustrar las informaciones en la radio y en la televisión no era necesario recabar siempre opiniones expertas, que bastaba con preguntar a la gente —al Pueblo— qué pensaba sobre lo ocurrido, fuera lo ocurrido un accidente, un asesinato, la reforma de la unión europea o una granizada.

A ver, un torero es un tipo que sabe torear mientras que un espontáneo es alguien que ha visto cómo se torea. El experto sabe de lo que habla mientras que el transeúnte que ha sido incapaz de mandar al guano al intrépido periodista se ve obligado a hablar normalmente de lo que no sabe y, lo que es peor, sin haber pensado antes en lo que va a decir.

Se han llenado así los informativos de pobres gentes que contestan que el vecino parece buen chico (a pesar de haber asesinado a su mujer y a sus hijos) o que es intolerable que hayan tenido que esperar dos horas a oscuras, sin luz, agua ni calefacción tras el derrumbamiento y descarrilamiento en el túnel. Y lo de la reforma, pues que muy mal, o sea, que todo se llena de extranjeros.

Fuera de toda lógica se ponen al mismo nivel las declaraciones del jefe de la policía, que dispone de la información, y las del espontáneo, que dispone de su desconcierto. Tampoco el periodista se molesta en contextualizar o explicar demasiado, no sea que la noticia se vuelva aburrida.

Se ha propagado así una confusión vociferante, un ruido opinativo de gente que nada sabe pero no desaprovecha la oportunidad de decir lo que ‘piensa’ a los cuatro vientos. Se ha extendido la manifestación cotidiana de la tontería discursiva. Se ha consolidado la idea de que el parloteo banal es la representación de la ‘opinión pública’.

Tal vez alguien debería reflexionar sobre su responsabilidad —sobre su enorme responsabilidad— en la propagación general de la idiocia. Quizá haya que empezar a decirles que hacen mal su trabajo o que son unos caraduras. Porque no puede ser que lo hagan por ignorancia. No puede ser.