Perroantonio

TEXTOS Y RÁFAGAS

Quemar libros

Es curioso cómo algunas de las películas que más me han afectado sean del género ciencia-ficción. Pienso en La invasión de los ladrones de cuerpos, Ultimátum a la Tierra, Planeta prohibido, Fahrenheit 451, Cuando el destino nos alcance (Soilent Green), Godzilla, El planeta de los simios, La fuga de Logan, 2001, una odisea del espacio, La Cosa (El enigma de otro mundo), Alien, el octavo pasajero, Solaris, Blade Runner, Moon… Pienso en ellas, y en muchas otras más, y me doy cuenta por primera vez (tiendo a no pensar) que muchas comparten el discurso milenarista y apocalíptico que es una de las líneas troncales de nuestra cultura occidental: venimos (o vivimos) en un paraíso y nuestro destino es el infierno o la destrucción. Es el mismo esquema, por cierto, que el de los documentales de naturaleza, en donde hermosos animales que viven en un paraíso feliz, devorándose los unos a los otros, se dirigen hacia la extinción por culpa de la invasión alienígena (antinatural) de unos extraños seres depredadores y crueles que somos nosotros. Snif.

Me centro. Una de esas sociedades distópicas de la ciencia-ficción que más me afectó fue la reflejada en Fahrenheit 451, la película que realizó François Truffaut sobre la novela de Ray Bradbury, y que vi primero en un cineclub y luego, creo, en La 2 de TVE. Dudo mucho de que hoy pudiera volver a ver el film sin sentir un poco de vergüenza ajena. Creaba mucha inquietud aquella sociedad en la que estaba prohibido leer y los bomberos se dedicaban a quemar libros para que las personas no pensaran y no se cuestionaran ni su existencia ni la justicia de la sociedad en que vivían. Los rebeldes aprendían un libro completo de memoria y lo transmitían a otros, de manera que el libro quedaba preservado. (Qué ingenuo Bradbury; probablemente no conocía los efectos «creativos» de la tradición oral). Allí estaban El Quijote, la Biblia, Dante, Shakespeare, Montaigne… ¡Cuanto amor a los libros! ¡Qué desinteresada entrega a las ideas de sus autores!

Claro que en aquella utopía alternativa ningún hombre-libro se había aprendido Mein Kampf, por poner un ejemplo exagerado. Dudo mucho —y que me corrija alguien con más memoria o más paciencia para buscar— que entre los hombres-libro estuviera el Leviatán de Hobbes o… no sé, El Origen de las especies de Darwin o La economía en una lección de Hazlitt. Es decir, que aquella sociedad de hombres libres, digo hombres-libro, también había realizado su propia quema, no por más sutil menos perversa. Pero no quiero ponerme estupendo, así que hasta aquí llega el discurso, ejem, político.

La moraleja es que quemar libros, queridos niños, tampoco debe ser un tabú para vosotros. Todos los años las editoriales destruyen miles de ejemplares que han sido incapaces de vender y que resulta muy caro almacenar. Los libros, como los CD, sólo son un soporte. Es lógico que en una sociedad medieval, en donde muy poca gente sabía leer, cada libro fuera un tesoro, pero en un mundo superpoblado en donde se editan centenares de miles al año no todo libro es una ventana que se abre hacia la sensibilidad o la sabiduría. Y recordad que aunque la palabra escrita no es el mejor soporte para propagar la estupidez o la maldad, es el más barato.

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