Hace ya muchos años se puso de moda utilizar, en el ámbito de los servicios sociales y pedagógicos, el término «contrato» para subrayar los compromisos que adquirían los usuarios por utilizar dichos servicios públicos. Así, por ejemplo, se firmaba un «contrato» en donde una familia sin recursos se comprometía a enviar a sus hijos a la escuela a cambio de una subvención y un «contrato» en donde un alumno díscolo se comprometía a no faltar al respeto a su profesora Plástica. Si al alumno le daba el pronto y tiraba las acuarelas al suelo, la profesora esgrimía el «contrato» y Pepín entraba en razón al descubrir que, si no se sometía y las recogía, peligraba la excursión a la pista de hielo, el autobús escolar, el comedor y hasta el salario de inclusión social de la familia. Mano de santo para la paz escolar… Sin embargo, el «contrato» era un farol, un señuelo, una representación icónica, como esos idolillos de madera que representan a un dios, puesto que el verdadero contrato, el que mantienen el Estado y sus ciudadanos, es tan largo como la Constitución y tiene muchos tomos añadidos en forma de legislación estatal, autonómica y local.
Fue Jean-Jacques Rousseau quien divulgó la existencia de un «contrato social» entre el Rey (es decir, el Estado) y sus súbditos (hoy ciudadanos). Se trataba de un contrato implícito, no firmado, que obligaba a las partes. Lógicamente, si una de las partes no cumplía, el contrato quedaba invalidado, quedando la otra parte autorizada a romper el pacto que garantiza la paz y la convivencia. Los revolucionarios justifican sus acciones violentas por el incumplimiento del contrato social por parte del Estado o de las élites dominantes. Por su parte, todos los dictadores someten y castigan a sus administrados por no cumplir su parte del trato, básicamente callar, trabajar, obedecer y hacer maniobras corales ante el querido líder.
Los contratos sociales son minuciosos y tienen mucha letra pequeña. Aunque no estén firmados, recogen numerosas obligaciones entre las partes, desde la de prestar servicios sanitarios y construir carreteras a la de circular por la derecha y no asesinar al cuñado. En las democracias hay posibilidad de que las partes en litigio se denuncien entre sí por incumplimiento y hay ciertas garantías, no excesivas, de que algunas reclamaciones puedan prosperar.
Los contratos reales tienen valor legal y su incumplimiento esta penado. Todo lo contrario que las promesas, como esos contratos ciudadanos que ofrecen los políticos en época electoral, sea por la regeneración democrática, la lucha contra la desigualdad, la creación de empleo, la emancipación, el fomento de la cultura o la independencia. En realidad son faroles, en donde (como en el caso del niño de las acuarelas) sólo hay seguridad de cumplimiento por una de las partes, la del votante en el acto de votar. Por la otra, la del partido político, el cumplimiento del «contrato» queda al albur de demasiados factores en contra, desde la obtención de una mayoría suficiente hasta la incapacidad, la incompetencia o la deslealtad. El incumplimiento no suele tener consecuencias.
Pero sí debería tenerlas el incumplimiento del contrato realmente existente. No el virtual, sino el real que se produce a continuación, el que vincula legalmente y con efectos jurídicos a las partes. Porque una vez celebradas las elecciones y realizado el recuento, se producen actos jurídicos relevantes. Tras unas elecciones generales, sus señorías toman posesión de sus actas, se convierten en representantes de las personas que les han elegido y empiezan a cobrar un sueldo con el objeto de realizar grandes tareas, la primera de ellas, determinante, elegir un gobierno. Nadie dijo que fuera fácil, pero elegimos, ejem, a los mejores y más capaces, para que nos representen y hagan el trabajo que les ha sido encomendado y por el que obtienen generosa retribución a cambio.
En Japón existe la costumbre de pedir perdón público, inclinando tronco y cerviz, cuando se cometen errores o no se alcanzan los objetivos previstos. Nadie pide que sus fracasadas señorías —zafias para las relaciones sociales, torpes para la negociación y zotes para el acuerdo— alcancen maestría en el arte del harakiri. Tampoco ha pedido nadie, salvo un servidor, que se dedique su sueldo inmerecidamente obtenido a alguna causa noble. Han hecho ya sus cuentas, pergeñado sus tácticas, y con la abstención por aquí y el cuento de la lechera por allá, esperan una segunda oportunidad para intentar vendernos otra vez la burra; la misma burra. Probablemente un proyecto ilusionante, un contrato ciudadano de algo o una revolución social con pleno empleo, sostenible, con pantalla curva, wifi y 4G. Pero si no saben o no quieren negociar con quienes representan a otros ciudadanos, que es realmente para lo que han sido contratados, que despejen. Porque es una pena que con la decadencia de la fiesta nadie entienda en qué consiste tener vergüenza torera.
Una vez más, se me ha dibujado una sonrisa (Ay, no creo que haya sido un rictus!)
Abrazo
¿No se podría tomar el ejemplo del Vaticano cuando los cardenales hacen el cónclave («con llave») para elegir al papa y no se ponen de acuerdo? Cuando murió el papa Clemente IV en plena Edad Media los cardenales estuvieron tres años en Viterbo sin ponerse de acuerdo. Finalmente los habitantes de esa ciudad decidieron no alimentarlos más, salvo pan y agua, lo que determinó que rápidamente llegaran a un acuerdo y eligieron a Gregorio X. Para que no se repitiera nuevamente algo así ese papa decidió que en los siguientes cónclaves a partir del tercer día solamente se les diera una comida por día a los cardenales. Al quinto día ya solamente les daban pan y agua. Y tal vez lo más importante: mientras duraba el cónclave los cardenales dejaban de percibir las rentas que les correspondían. Yo pienso que en España si les hubieran dejado de pagar sus emolumentos a los electos mientras no formaran gobierno ya lo hubieran hecho. Por algo la Iglesia ha durado dos mil años.
Va con retraso, amigo. Lea el post anterior.