En esta notable clase magistral daba cuenta Arcadi Espada de las características que debería tener el nuevo periodismo. No voy a resumirla para que no se priven del placer de escucharla quienes aún no lo hayan hecho. Sólo voy a fijarme en uno de los asuntos capitales, la contaminación del periodismo por la ficción.
Esta contaminación se produce por diversos motivos, algunos espurios, como que la ficción es más barata que la investigación, pero entre ellos está la «obligación del sentido», la obsesión por dar dar explicaciones cuando aún no se conoce lo que ha ocurrido. Espada lo achaca a un «amor a la consecuencia» deudor de las enseñanzas aristotélicas. El periodismo se cree obligado a que el mundo sea comprensible pese a que cualquier periodista medianamente inteligente, llegado a cierta edad, ha descubierto que «la vida no tiene sentido».
Sin embargo, que la vida carezca de sentido es tan irrelevante para el periodismo como para la arquitectura o la física nuclear. De hecho, prácticamente todos los humanos que estamos en el secreto de que la vida carece de sentido nos comportamos como si lo tuviera, para no estropear la ilusión del personal ni contribuir a propagar el caos. Los más febles se suicidan, pero es porque no tienen aficiones, digo ficciones.
La ficción, ciertamente, sirve para dar sentido al mundo. Lo confiesan indirectamente muchos escritores cuando responden que para ellos escribir es otra forma de conocimiento; es decir, que no siendo capaces de entender mediante los mecanismos de la razón (como nos ocurre, por cierto, a todos) prefieren recurrir a las ficciónes explicativas o las ilusiones poéticas que iluminen (o numinen) su desconcierto. Hay ficciones muy trabajadas, creadas colectivamente, que ofrecen marcos bien amueblados y muy confortables para apaciguar la angustia, como la religión o las ideologías. También funcionan bien sentimientos como el amor o la solidaridad. Incluso hay ritos cíclicos civiles, como la temporada de ópera, el circuito de festivales, la liga de fútbol o las movilizaciones políticas o nacionalistas, que reemplazan con cierta eficacia a los mecanismos cíclicos de las religiones para dar sentido al transcurrir de la existencia.
Los humanos somos seres narrativos, animales en el tiempo que articulamos nuestra experiencia recurriendo al relato porque somos incapaces de hacerlo (bien) de otra manera. Nuestro pensamiento tiene discurrir por la sencilla razón de que entre el inicio de esta frase y su final ha pasado el tiempo y ha cuajado una idea. Y para la mayoría de la gente, cualquier narración o explicación, cualquier discurrir temporal, conlleva una enseñanza. Incluso aunque el periodista no «explicara», el lector sacaría consecuencias y encontraría o reclamaría moralejas; no suele ser soportable que después de una parrafada como esta, el texto no sirva para nada y nadie «aprenda» algo. Es decir, aunque sé que Espada tiene razón al reclamar que el periodista se olvide del porqué para centrarse en el qué, quién, cuando y cómo, creo que su pretensión es una tarea heroica e impopular. El lector no quiere tener que construir su relato ni hacerse sus propias ideas; paga por su periódico (cuando paga) y lo que quiere son respuestas, no preguntas: quiere saber quienes son los malos y crucificarlos. Por eso triunfan los cotillas, los cuentistas y los chivatos. El periodismo ordena el caos. Narrativamente.