Aunque los cenizos siempre nos cuentan que hemos venido a este valle de lágrimas a sufrir, lo cierto es que la existencia humana ha ido alcanzando metas que hace no demasiado tiempo se consideraban utópicas. Hasta principios del siglo XIX, el hacinamiento y la ausencia de infraestructuras de seguridad y saneamiento en las ciudades (falta de iluminación en las calles, de agua corriente, de cloacas para evacuar los residuos humanos, de vertederos) producían frecuentes rebrotes de cólera y fiebre amarilla. Eran también comunes las pestes, el tifus, la fiebre amarilla y las enfermedades venéreas. Al leer biografías de época, llama la atención la abundancia de muertes por enfermedad a edades tempranas y el gran número de fallecimientos en los partos, bien de las criaturas o de sus madres. Los hospitales eran lugares especialmente insalubres pues, desconociendo las mínimas normas higiénicas, se convertían en focos de infección.
Las autoridades públicas, preocupadas por cómo se propagaban las plagas y enfermedades, difundieron las ideas higienistas y las materializaron construyendo cloacas, depósitos de agua, duchas públicas, hospitales, maternidades, mataderos y mercados municipales. También se generalizaron las normas de construcción higiénica y empezaron a proliferar las viviendas «ventiladas», con agua corriente, techos altos y luz natural, y se extendieron costumbres inéditas, como el fregado de los suelos con sosa o lejía.
Cualquier persona mayor de cincuenta años, especialmente si ha vivido en una ciudad obrera, habrá tenido ocasión de ver aún en pie algunas de las reliquias arquitectónicas del pasado higienista, como las casas de baños o las duchas públicas. Si se miran con atención las viviendas de los cascos antiguos de las ciudades, aún pueden distinguirse algunos retretes adosados, cubículos minúsculos que se incrustaron de mala manera en las fachadas posteriores como evacuatorios, tan distintos de los modernos «cuartos de baño».
Hoy en día nos parece muy normal ducharse todas las mañanas, pero en «Luces de Bohemia» (1920) de Valle-Inclán, el librero Zaratustra comenta: «Es verdad que se lavan mucho los ingleses. Lo tengo advertido. Por aquí entran algunos, y se les ve muy refregados. Gente de otros países, que no siente el frío, como nosotros los naturales de España». Es, naturalmente, una exageración caricaturesca, pero hasta los años 70 del siglo XX, no era costumbre tan extraña entre las clases populares lavarse en profundidad sólo una vez a la semana, generalmente antes de ir a misa, para luego vestirse con «ropa de domingo» o «endomingarse». Recuerdo a un estudiante navarro a quien le gustaba escandalizar a las mozas presumiendo de lavarse y cambiarse de calzoncillos al menos una vez al mes, «aunque no hiciera falta».
El resultado de las medidas higiénicas, unido al desarrollo de la medicina, la fabricación masiva y barata de objetos de uso cotidiano y la generalización del trabajo asalariado, además de traer consigo el famoso boom demográfico, produjo sociedades con un nivel de confort notable y se convirtió en un modelo universal. Incluso ahora, cuando todo apunta a que el desarrollo económico empieza a contraerse, aún hay muchas sociedades humanas que en cuestión de higiene se encuentran en la casilla de salida.
Higiene política
En cierta medida, puede decirse que el socialismo utópico, el liberalismo, la psiquiatría o la psicología algo le deben a las baldosas blancas y la hidroterapia externa e interna del higienismo. También algunas tendencias socioculturales, como la dietética, la macrobiótica o el new age, que no dejan de ser sino propuestas de higiene física y mental, con sus técnicas de aireación y baldeo.
Sin embargo, y al contrario de lo que ha ocurrido en el ámbito material, las corrientes higénicas no han tenido demasiado éxito en el ámbito político. Hasta entrado el siglo XXI, y más como resultado de la presión de los nuevos sistemas de comunicación universal que de una decantación ideológica, no se ha empezado a hablar de limpieza en los procesos internos*, de códigos éticos, de participación ciudadana real, de transparencia en la toma de decisiones. Partidos políticos y organizaciones sociales que han defendido la implantación de sistemas democráticos en las administraciones públicas no acaban de ver claro que la higiene democrática beneficie a sus intereses, así que hacen como que pasan la lejía, se afeitan la pelambre del alerón, se duchan ocasionalmente y se endomingan antes de las elecciones. Pero no acaban de tomarse en serio las ideas transformadoras, regeneradoras e higiénicas que en otros campos ya parecen de sentido común, como que la luz purifica, que hay que renovar el aire en los espacios cerrados y que conviene lavarse las manos después de limpiarse el culo. (Aunque no haga falta).
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*Conviene aclarar que, históricamente, las organizaciones comunistas han tenido una conciencia elevada de la limpieza interna, si bien lo que han dado en llamar «autocríticas» y «depuraciones» han tendido a rebasar ampliamente lo que se viene conociendo como higiene.
[Publicado el 18/07/2015 en ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS]
Sólo apuntar que la fiebre amarilla es independiente de la existencia o no de cloacas, duchas o mataderos. Como biólogo y admirador suyo me veía en la obligación de hacérselo saber. Que tenga usted un buen (y señalado) día.
Pues muchas gracias por la información, amigo. Siempre es un placer saludarle y aprender algo nuevo.