
Homenaje (tardío) a Jon Juaristi
Cuando me preguntan quién soy —lo que es una manera fina de preguntar “¿Y este capullo, de dónde ha salido?”— siempre respondo que soy exalumno y amigo de Jon Juaristi. Esto me coloca inmediatamente en una posición ventajosa contra los pelmas de este mundo, tan innumerables como las arenas libias, pues perciben al momento que por muy atontao que parezca —y lo parezco bastante— algo me ha tenido que quedar de la mirada afilada del maestro: cave canem. A mí me hubiera gustado poder decir que soy discípulo de Juaristi, pero ni me da la cabeza, ni he leído la ínfima parte de lo necesario, ni he producido ninguna obra memorable. Supongo que soy de sus alumnos menos ejemplares y menos productivos, pero esa es la gracia del buen profesor, que hasta a los más zoquetes nos llueven y germinan algunas migajas de conocimiento.
Hay gente que cree que la filología es simplemente un conjunto de técnicas para estudiar las lenguas y las literaturas cuando se trata en realidad, y en última instancia, del arte de desentrañar los textos y sus significados haciendo evidente incluso lo que ocultan. Entendida como el arte de eviscerar el discurso, la filología es una de las ramas mayores del pensamiento y no, como yo torpemente creí siendo estudiante, la parte pedestre del sintagma Filosofía y Letras. Cuando Jon Juaristi se empeñó en que leyéramos a Vladimir Propp, a Umberto Eco, a Roland Barthes, a Claude Levi-Strauss, a Greimas… nos estaba ofreciendo claves muy útiles para ascender hasta lo más alto de la escalera del conocimiento. Yo creo que tropecé en los primeros escalones, pero lo sigo intentando.
He escuchado muchas quejas sobre la preparación de los alumnos en la actualidad, pero tengo mis dudas de que puedan ser más ignorantes de lo que yo lo fui. Sólo soy portavoz de mi propia experiencia, pero llegué a la Universidad con una formación muy deficiente, creyendo en unos valores y unas utopías rigurosamente absurdas cuando no criminales, y si salí de allí con algo más de luz se lo debo a las herramientas intelectuales que me aportaron un puñado de personas, el más notable de ellos Jon Juaristi.
Malformación profesional
Yo llegué en 1980 al viejo Seminario de Vitoria —en una de cuyas alas se había instalado la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del País Vasco— enfermo de Literatura y huyendo de lo que me esperaba. Me había matriculado en lo que entonces se llamaba Filología Románica como podría haberlo hecho en Historia, en Periodismo o en Canaricultura. Simplemente acabó venciendo mi afición desordenada por la lectura.
En realidad me había matriculado en una carrera “barata” porque era lo único que podía pagarme. Mi sueño infantil había sido ser arquitecto, pero mi padre consideró más oportuno que estudiara un oficio. Él era soldador en la factoría de Trápaga de la división española de la General Electric —GEE, la fábrica de la risa— y admiraba profundamente a los ingenieros americanos que, al contrario que los locales, se desprendían de su bata blanca o de su traje para confraternizar con los obreros mientras revisaban la producción de los enormes transformadores y generadores. Mi padre, que hasta llegar a la GEE había sufrido un periplo laboral amargo que incluyó represalias del antiguo sindicato vertical, estaba tan orgulloso de su trabajo como de su fábrica y más de una vez me llevó a visitar los enormes hangares en donde en ocasiones trabajaba a destajo o “a los puntos”, cobrando según el número de puntos de soldadura realizados. Hoy esto lo hará un robot y lo hará mucho más rápido y mejor. El sueño de mi padre era que un día yo me paseara por aquellos hangares con mi traje, me soltara la corbata, me remangara la camisa como los americanos y enseñara a los operarios cómo había que realizar las tareas, sin dar órdenes y sonriendo, pero con la autoridad que concede el conocimiento de la electricidad, de la interpretación de planos y el saber hablar en inglés. Parecía un sueño posible.
Siguiendo su criterio me matriculé a los 14 años en la Escuela de Formación Profesional de Minas, en Baracaldo, para estudiar Electrónica Industrial. Tuve muy mala suerte. En su primera clase, el que habría de ser durante los próximos años nuestro profesor de Tecnología Electrónica, empezó con un discurso admonitorio: “Ustedes están aquí, en FP, porque no sirven para estudiar y son unos subnormales —insistió repetidamente en esta idea, silabeando la palabra cada vez que la pronunciaba: sub-nor-ma-les—. No se hagan esperanzas, prácticamente ninguno se convertirá en electrónico. Voy a hacerles una profecía que se va a cumplir: en la primera evaluación no aprobará nadie; en la segunda aprobará uno; en la tercera, dos; en la cuarta, tres… al final de curso sólo habrán aprobado, como mucho, media docena”. Como programa de estudios hay que reconocer que tenía objetivos claros y explícitos. Pero aquel plan para descongestionar las aulas del baby boom tuvo un efecto perverso: dudo mucho que seleccionara a los más listos, pero se quedó con los más resilientes y cabrones. Yo fui uno de ellos. Comenzamos el primer curso siendo dos clases de Electrónica Industrial, 66 alumnos, 33 alumnos por clase. Al comenzar el segundo curso, en octubre de 1975, ya sólo quedaba un grupo de alumnos, unos 25. Y apenas llevábamos un par de semanas de clase cuando se murió de viejo el Generalísimo de los Ejércitos Francisco Franco Bahamonde. Si los estudios en aquella escuela eran desastrosos, los acontecimientos que se desataron durante los siguientes meses (huelgas, amenazas de bomba, indisciplina generalizada, absentismo…) fueron devastadores para el rendimiento escolar. Como resumen puedo decir que pasé allí cinco años de mi vida, mi adolescencia al completo, hasta obtener el título de Maestro en Electrónica Industrial, pero nunca llegué a entender bien qué era aquello de la electricidad.
Sin embargo, tuve muchísima suerte. Mi compañero de pupitre, Agustín Gutiérrez, varios años mayor que yo, se había matriculado allí porque realmente quería aprender teoría electrónica y necesitaba un título. Trabajaba ocasionalmente en un taller arreglando tragaperras y maquinitas de marcianos, pero además estaba estudiando en una academia el antiguo Bachillerato. Su sueño era estudiar Filosofía pura —ejem, sin las Letras— y fue lo que acabó haciendo en la Universidad de Deusto. (Joder, macho, tanto esfuerzo para acabar en Deustown).
Agustín se convirtió en mi mentor y me nutría de revistas políticas, discos y libros. Gracias a Agustín, desde los 15 años empecé a leer el Ajoblanco, El Viejo Topo y al Marqués de Sade. Agustín me hablaba de Platón y Aristóteles, de Nietzsche, de marxismo y del matriarcalismo vasco que enseñaba en Deusto Andrés Ortiz-Osés. Con Agustín y algunos otros pergeñé mi primera revista. Y fue Agustín quien me animó a seguir estudiando y quien se convirtió en mi ejemplo a imitar. Cumplimentada con la influencia perversa de algunos otros compañeros con los que ya me había iniciado en actividades que sólo confesaré en presencia de mi abogado, puedo decir que soy quien soy por aquellos años.
Creo recordar que de aquellos dos grupos de subnormales conseguimos llegar hasta el final de nuestros estudios quince alumnos y de ellos sólo dos acabaron trabajando en algo relacionado con la electrónica.
Mi compañero de clase José Manuel López Gaseni —hoy profesor en la Escuela de Magisterio de Vitoria, traductor y escritor— y yo emprendimos viaje juntos y, convalidados los dos primeros cursos de Formación Profesional por el primero de Bachillerato Unificado Polivalente (BUP), empezamos a estudiar el segundo curso por libre. Yo me matriculé luego en el Instituto nocturno de Santurce para hacer 3º de BUP y COU, engañando a mis padres y diciéndoles que era para tener mejores probabilidades para estudiar Ingeniería electrónica. Empezaba las clases a las 8:00 de la mañana (en FP, en Baracaldo) y las terminaba a las 23:15 de la noche (en BUP, en Santurce) y bebía cantidades industriales de café. El contacto en las clases nocturnas con personas bastante mayores que yo, que trabajaban durante el día y estudiaban por la noche, fue decisivo en mi maduración personal. Tuve además la suerte de encontrar algunos muy buenos profesores, también en Formación Profesional, que me animaron y con los que siempre estaré en deuda.
La General Electric, aquella multinacional que para el pensamiento marxista de la época representaba al imperialismo capitalista, es decir, al Mal, tenía un programa de becas para los hijos de sus obreros que me ayudó a pagar mis estudios. Con eso y con los trabajos de verano, como peón en el campo y en una carpintería, me hice un pequeño capital para intentar estudiar una carrera universitaria. Cuando conté en casa que abandonaba la Electrónica por una cosa llamada Filología, que tampoco supe explicar en qué consistía ni para qué servía, mi padre cogió un mosqueo que le duraría el resto de su vida.
Un shock cultural
Que la Facultad de Filología, Geografía e Historia (creo que entonces se llamaba así) estuviera de alquiler en las instalaciones de un Seminario diocesano tenía su gracia. Los estudiantes del Gran Bilbao llegábamos allí en autobús. La Facultad había dispuesto para nosotros un autocar que partiendo del Arenal de Bilbao nos acercaba hasta el semillero de pastores de almas. El primer año de existencia de la Facultad se fletó un autobús. El segundo fueron dos. Cuando cinco años más tarde, siendo un servidor de ustedes el presidente de la asociación de estudiantes que gestionaba el transporte universitario desde Vizcaya, llegaban a la Facultad de Letras catorce autobuses, repartidos en turnos de mañana y tarde. Como muy pronto descubrieron las escuadras abertzales, bastaba cortar el servicio de autobuses para paralizar las clases del campus de Vitoria. Algunos profesores, pocos, también venían en el mismo autobús. Uno de ellos era Jon Juaristi, al que siempre recuerdo por entonces tímido, simpático, cariñoso y con media docena de libros bajo el brazo. Como me dijo cierta vez una compañera de clase, “es como un osito de peluche, dan ganas de abrazarlo y comerlo a besos”. Yo, naturalmente, empecé a sentir celos de él.
La Facultad de Letras supuso para mí un auténtico shock cultural: conocí a los vascos vascongados. Hasta entonces eran para mí seres mitológicos que, cuando se corporeizaban, por ejemplo en la forma de mi tía María Jesús, la de Irurzun, o de las caseras del Txoriherri que vendían en el mercado de Baracaldo, hablaban siempre en un correctísimo castellano.
Yo había sido asiduo durante varios años de mi adolescencia del local de la asociación cultural Ibarra-kaldu, situada en los bajos (con perdón) de la Iglesia de Santa Teresa y en donde se practicaban principalmente el montañismo, la música de txistu, las danzas folclóricas y las maniobras de apareamiento sin éxito, pero el único euskera que allí se oía se limitaba a aita, ama y agur. Ibarra-kaldu, por cierto —¡qué les voy a contar a ustedes!—, es la fabulación etimológica del topónimo Baracaldo, actividad ésta, la del etimologismo fantástico, de muy rancia tradición entre los aficionados a darle a la lengua. Aún me acuerdo de la carta socarrona que Jon Juaristi envió al periódico El Correo contestando a un paisano que afirmaba que el topónimo Santurtzi (Santurce) era algo así como ‘lugar de muchas viñas’.
Pero a lo que íbamos, la primera vez que escuché una conversación fluida y natural en euskera entre gentes de mi edad fue en el autobús Bilbao-Vitoria. Había escuchado, es cierto, los intentos de conversación de los estudiantes del recién inaugurado euskaltegi de Baracaldo, pero hablaban un euskera que, como mínimo, sonaba raro. Aclaro que faltaban aún dos años para que se abrieran las emisiones de Euskadi Irratia y ETB y yo no había salido apenas de la Margen Izquierda del Nervión; ni siquiera sabía que ya por entonces había escuelas en donde se enseñaba en euskera. Así que aquellas conversaciones del trayecto del autobús entre Bilbao y Vitoria fueron una epifanía.
Los vascongados que me encontré en Vitoria eran mayoritariamente “euskaldunberris” [nuevos euskaldunes; nótese que cuando los castellano-hablantes usamos palabras en vasco hacemos el plural con la desinencia en castellano :-)], es decir, habían adquirido el euskera como segunda lengua, y lo hablaban con una dicción castellana, especialmente notable en la cadencia de las frases y en la acentuación de las palabras, que nunca han logrado eliminar. Sin embargo, el vizcaíno o el dulce euskera del Goyerri que hablaban algunas de mis compañeras de clase (a los chicos siempre les he prestado menos atención) sonaban en mis oídos vírgenes con una rara musicalidad. No sé muy bien por qué, pero la gran mayoría de mis amigos en Vitoria fueron euskaldunes pese a ser yo, como me calificó hace no muchos años un alto cargo del Gobierno Vasco, un españolazo.
Pero el verdadero shock cultural lo recibí de Jon Juaristi.
Debo aclarar que durante mi primer curso universitario yo no me encontraba demasiado bien de la cabeza. Había tenido varios encontronazos con una banda de delincuentes ya ex-juveniles que me habían hecho la vida imposible durante meses. La cosa se arregló por las bravas, pero me quedó durante años una obsesión insana por la violencia que aún hoy me inquieta; si me enfadan, no me dejen cerca una escopeta. En Vitoria andaba yo bastante melancólico, en un estado que un psicólogo habría catalogado de depresión postraumática. Aunque iba todos los días a la Universidad apenas asistía a las clases. No aguantaba de ninguna manera a los profesores zafios, que los había, y que sacaban de mí lo peor, que era mucho. De aquel vagar por mis zonas oscuras sólo me libraban la conversación con los amigos, el cine, la literatura y las clases de Jon Juaristi.
Yo ya había tenido un puñado de buenos profesores pero Juaristi representaba un gran salto de nivel. Pese a su juventud —rondaba entonces la treintena— ya se le podía considerar un auténtico intelectual (creo recordar que fue él quien nos enseñó que un intelectual es quien pone sus conocimientos y su prestigio al servicio de una causa).
Juaristi no era sólo un profesor de Literatura. Por más que intentara ajustarse al programa marcado por la «Historia social de la literatura española» de su jefe de departamento, el entrañable Carlos Blanco Aguinaga, siempre aportaba conocimientos y conexiones extra, fueran de historia, sociología, política o antropología. Ya entonces se le notaba que el marco mental que imponía el Partido Comunista, donde militaba, le resultaba estricto, o en vernáculo, estrecho. Juaristi destilaba ironía, se metía en todos los charcos y discutía intelectualmente con todos, especialmente con los nacionalistas vascos, destejiendo mitos y desentramando falsificaciones. Yo, que ya por entonces era un poco cabrón —desde entonces he mejorado mucho—, lo atribuía a un conflicto edípico, aunque era obvio que se trataba principalmente de un conflicto cultural, ideológico y tribal, como nos dejó ver años más tarde en aquel ensayo titulado “La tribu atribulada. El nacionalismo vasco explicado a mi padre” (Espasa, 2002).
Juaristi se arriesgaba mucho y a él y a toda aquella generación de intelectuales que le plantaron cara al discurso nacionalista en general, no sólo al vasco, y al etarra en particular, les debemos un reconocimiento infinito que no hemos sabido pagar.
Más deudas
Yo le debo mucho a Jon Juaristi. Quizá la deuda más obvia sea la amistad, que ejerció entonces como sólo los buenos profesores saben hacerlo, con generosidad, cariño, tutelaje y sentido del humor. La amistad de los profesores es rara y dolorosa porque suele tener plazo, dura lo que duran los estudios y no suele cumplir con la propiedad biyectiva: el profesor vuelca sus conocimientos y sus buenos propósitos sobre unos individuos angustiados que aún no saben ni quiénes son, ni quiénes serán, ni cómo se ganarán la vida, ni en qué consiste el juego que llamamos vida social. Los alumnos vienen y van, como las olas, pero siempre se acaban yendo. Los buenos profesores enseñan mucho más que una asignatura y sólo muy de vez en cuando los estudiantes, como los hijos, saben valorar y devolver parte de lo que reciben. Mayormente no.
Jon Juaristi ha sido también para mí un referente ético. Admiro mucho a las personas valientes que saben plantarse ante los discursos hegemónicos y llevar la contraria. El hipergonadismo nacionalista de la dictadura de Franco sirvió durante los años 70 y 80 para legitimar cualquier oposición, por muy deplorable que fuera. El franquismo resultaba tan caricaturizable y siniestro que aún hoy en día, 47 años después del fallecimiento del dictador, usan el comodín antifranquista muchos de quienes utilizarían sus mismos métodos o quizá peores si pudieran.
Pero fue en la segunda mitad de los años 70 y en los primeros 80, una vez muerto y sepultado el dictador, cuando las esporas del antifranquismo —que como todas las esporas pueden pasar décadas en estado de dormancia— dieron una inusitada germinación de brotes. Tras muchos años de sequía, los paisanos parecíamos incapaces de distinguir el alimento del forraje y las setas comestibles de sus variedades venenosas, esas que en el mejor de los casos producen diarrea y en el peor muerte. Fue en este contexto en el que, con gran riesgo personal, destacó una generación de intelectuales gruñones a quienes reconozco como mis referentes éticos.
Antes de seguir tengo que reiterar mi inciso lírico-patético: yo fui muy mal estudiante. En lugar de asistir a las clases o leer la bibliografía pertinente, me pasaba las horas leyendo novelitas y escribiendo poesías, realizando actividades extraescolares en la cantina o siguiendo el confuso discurso ideológico de la izquierda caviar del momento, con el que yo, ay, comulgaba. En circunstancias normales tendrían que haberme suspendido hasta la Enseñanza General Básica con efectos retroactivos. Supongo que me salvó el bajo nivel de exigencia de la carrera y el saber escribir y expresarme algo mejor que la media.
Yo empecé a escribir poesía con quince años, influido principalmente por mis héroes Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado y Francisco de Quevedo. Me salían unos truños insufribles y cursis cuyo recuerdo aún me sonroja. No mejoré cuando empecé a leer a Miguel Hernández y a César Vallejo y a perpetrar poesía comprometida: simplemente hice el ridículo en modo épico. Las clases de Literatura me abrieron los ojos a los poetas contemporáneos, pero fue el magisterio de Juaristi y la lectura de sus propios poemas los que me hicieron ver el arte de hacer versos de una manera distinta: Juaristi se divertía, incluso cuando trataba temas graves. «Haz odas pero no hodas» (léase con h aspirada), le aconsejó cierta vez a un compañero que se ponía estupendo y de ahí, además de las risas, aprendí una lección. Cuando descubrí que yo también me ponía demasiado estupendo, decidí dejarlo.
Con Juaristi estuve en el Taller de Literatura que montó junto a Carlos Blanco Aguinaga y del que salió una revista fotocopiada, breve pero intensa, como los buenos momentos, ejem, Nescafé: Stultifera Navis. Y Juaristi estuvo muy cerca, como lector y consejero, en dos de los libros de poesía que publiqué.
Pero a Juaristi le debo muy especialmente la que ha sido la mejor experiencia de mi vida universitaria: la de estudiar el romancero oral y recorrer los pueblos del noroeste de España recogiendo romances. Fue una vivencia formativa de primer nivel, equivalente a los mejores másteres universitarios que hoy puedan recibirse. Conocí y conviví con un grupo de profesores de distintas universidades del mundo que colaboraban con Diego Catalán y el Instituto Menéndez Pidal. Hice grandes amigos y, especialmente, amigas. Estudié con entusiasmo la ingente cantidad de materiales sobre romancero, folclore, narratología y semiótica con que me bombardeó Juaristi. Y, quizá lo más importante de todo, con la guía y tutela de un extraordinario elenco de especialistas en literatura oral, pude acompañarles hasta las entrañas de la intrahistoria peninsular, recorriendo las aldeas más remotas y minúsculas para recoger los últimos restos de una cultura y una tradición literaria que agonizaban. Los recuerdos de las clases, los paseos y las veladas en Segovia, Sanabria o El Barco de Valdeorras, o los periplos por los pueblos de Castilla y Orense y, especialmente, por el paisaje intrincado y remoto de la Sierra de Cabrera o la Tierra del Pan siguen aún muy vivos en mi memoria.
No sabría qué momento estelar elegir entre mis recuerdos. Quizá el de Diego Catalán cantando al volante de aquel Peugeot 505 rojo, con un brazo fuera de la ventanilla y mirando continuamente hacia atrás, a los asientos posteriores, mientras nosotros temblábamos viendo las curvas de la carretera en la Cabrera. O tal vez el desafío etílico y nocturno a Jon Juaristi para que compusiera un soneto en quince minutos, cosa que hizo incluyéndonos en los versos, y cuyo triunfo quedó inmortalizado en una fotografía con musa y estatua en las escaleras del Palacio del Quintanar de Segovia. O tal vez uno de los momentos más vergonzosos de mi vida, cuando después de una sesión asistiendo a Diego Catalán en alguna aldea remota del Aliste descubrí horrorizado que no había llegado a grabar nada en la cinta del casete.
A Juaristi, en fin, le debo la lectura de sus libros, desde aquellas primeras delicias poéticas que fueron Diario del poeta recién cansado (Pamiela. Pamplona, 1985), Suma de varia intención (Pamiela. Pamplona, 1987) o Arte de marear (Hiperión. Madrid, 1988) hasta los ensayos que más me han interesado, El bucle melancólico (Espasa. Madrid, 1997), Espaciosa y triste (Espasa. Madrid, 2013) o ese texto absorbente e inclasificable que es Los árboles portátiles (Taurus. Barcelona, 2017).
A lo largo de todos estos años y a pesar de que en las últimas dos décadas apenas hemos coincido físicamente, Jon Juaristi ha estado muy presente en mi vida. He seguido sus libros y sus artículos de prensa, he discutido mentalmente con él, pero mucho más con quienes le denigraban, y he sentido muchísimas veces la necesidad de apoyarle, darle un abrazo y pedirle perdón por haber sido tan mal alumno y pésimo discípulo.
He tardado mucho tiempo en reconciliarme con la Filología que no estudié y he tardado demasiado en comprender algo que resultaba evidente en su clases, que todo el saber está relacionado y que todas las ramas del árbol de la ciencia y el conocimiento surgen de un tronco único y robusto. Sólo espero que hayas tenido más suerte con el resto de tus alumnos, Maestro, y que no se hayan quedado, como yo, tanto tiempo entretenidos en el follaje.
Tu voz en muchas voces. Escritos en homenaje a Jon Juaristi.
Universidad del País Vasco.