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TEXTOS Y RÁFAGAS

Inspiración

A Albert (José Antonio Palomino), que sabe pulsar las teclas.

Sospecha el amigo Albert que al hablar en cierto momento de la inspiración hemos evitado adentrarnos en «la espinosa fronda de las habilidades no racionales». ¿Quién dijo miedo?

Aceptemos, como premisa, que existe una mente racional, es decir, un funcionamiento que atiende a peticiones conscientes, y una mente irracional, cuyo funcionamiento obedece a mecanismos no bien conocidos.

A la mente irracional no le solemos pedir nada, porque funciona ajena a nuestra consciencia y no sabemos comunicarnos con ella, salvo para excitarla con experiencias extremas o brebajes. Es decir, que cuando queremos hacer algo, a quien le exigimos rendimiento es a nuestra mente racional. Lo que ocurre es que el conjunto de los mecanismos neuronales que conocemos como mente trabaja en distintas frecuencias y recibe estímulos y genera respuestas tanto a nivel consciente como inconsciente. Algunas veces lo que llamamos mente racional se sorprende al obtener respuestas y obtener información imprevista o resultados extraordinarios aparentemente ajenos al funcionamiento racional.

La mente racional se alimenta de la percepción consciente y la interpreta con el conocimiento vigente, es decir el estado mental activo y la cultura y conocimientos que posee el sujeto. Y cuando súbitamente ‘aparecen’ en su sistema informaciones imprevistas o resultados no buscados busca explicaciones lógicas para comprender cómo ha llegado hasta ahí. Es entonces cuando la mente racional hace lo que mejor sabe hacer, generar a partir de sus conocimientos y los de la sociedad del momento, narrativas explicativas para justificar la rara metáfora o el trazo genial: y así encuentra respuestas en la inspiración divina o de las Musas, las emanaciones del alma, la irrupción del genio —el interior y el de la botella—, el homúnculo, el Ello freudiano… Son, mayormente, concepciones derivadas del imaginario judeo-cristiano y en última instancia de la concepción dualista cuerpo-alma cartesiana, que han generado imaginería muy productiva en la literatura popular, los tebeos o el cine: esos angelitos que representan el Bien y el Mal, o la Conciencia y el Deseo, o lo Racional y lo Irracional. Los más creativos, como los guionistas de Disney, ya se imaginan a la mente racional discutiendo con distintos Miniyos, la Tristeza, el Temor, el Desagrado y la Furia en Inside Out o, ejem, la Regla, en Turning Red.

Vale, cada cual puede explicarse el mundo como quiera y recurrir a las metáforas que crea le puedan aportar conocimiento y tranquilidad, pero ocurre que las metáforas acaban condicionando el razonamiento y resulta que no, que no hay separación cuerpo-mente, no hay alma, no hay libre albedrío, no hay fantasma en la máquina, ni homúnculo, ni realidad trascendente, ni enanitos enajenados que disputan en nuestro cerebro, ni divinidad que sancione nuestros actos e intenciones.

No existe diferenciación entre cuerpo y mente y probablemente no entendemos todos los procesos mediante los cuales adquirimos información y nos relacionamos con el mundo exterior. Creemos que todo nuestro saber se adquiere por cultura y lectura y, en última instancia, que todo está codificado por nuestros lenguajes —los idiomas, la comunicación no verbal, el lenguaje matemático, el simbólico…— y sin embargo resulta que recibimos y procesamos información por canales inéditos: la empatía con los semejantes y el mundo, los animales y las plantas, los olores, los sabores, las reacciones químicas, las frecuencias luminosas, las gamas cromáticas, los sonidos, los impulsos electromagnéticos… Creemos que estas son cosas primitivas, propias de la inteligencia de los bichos o de la falta de inteligencia de las plantas porque nosotros no somos animales. Sin embargo resulta que todas estas interacciones desatan sinestesias que nuestros circuitos neuronales procesan de forma inconsciente aunque nuestra mente racional los ignore o procese de forma inconsistente. Y son irracionalmente productivas, como intuyen —sin método— los charlatanes y los místicos. Es ahí donde deberíamos buscar esa parte productiva de la creatividad que llamamos inspiración, siempre teniendo en cuenta que la parte improductiva puede ser proporcionalmente mucho mayor. Y, ojo, aunque pudiera parecer que estoy hablando de dos mentes se trata simplemente una forma de hablar, sólo hay una.

Quizá para procesar todo este marasmo podríamos utilizar una nueva metáfora: concebir la mente única —los procesos neuronales interdependientes aunque no conscientes de su todo— como una onda compleja formada por gran diversidad de armónicos que trabajan en fases distintas. El funcionamiento neuronal sería un especie de cerebro completo del que el cerebro propiamente dicho sería sólo una parte. Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestras papilas gustativas y olfativas parecen estar directamente conectados con el cerebro, pero quizá el tacto, las reacciones eléctricas que erizan el vello o tensan la piel o las reacciones químicas estomacales —muchas veces ocasionada y estimulada por la prolífica flora bacteriana residente— produzcan ‘información’ en otra onda no fácilmente procesable o asumible por la razón. Quien haya experimentado ‘estados alterados de conciencia’ bien por enfermedad, reacciones traumáticas, ingesta de químicos, alergias o acontecimientos percibidos como ‘sobrenaturales’ —yo una vez fui testigo, queridos, de una alineación de siete tornados frente a las costas cántabras— habrá advertido cómo sus sentidos y su razón parecen funcionar con un código operativo diferente al habitual.

Soy materialista y racionalista radical. Creo que la ‘razón’ debe considerarse como la fase —sigo con la metáfora de la onda compleja— humana del procesamiento mental, la fase lingüística y semántica consistente en dotar de sentido a las percepciones, por más que con frecuencia la razón no sea capaz de decodificar la información extraordinaria. Y me gusta batirme con quienes sobrevaloran la percepción irracional —por más que reconozca su aporte cualitativo en el campo creativo— porque creo que el auténtico aporte humano está precisamente en el lenguaje y su universo semántico. Y esto es fácil de entender: cuando surge un artista o un arte extraordinarios, un conocimiento inédito o una práctica aberrante, lo primero que hacemos es dotarlo de significado. Sin significados, sin mente racional, no hay humanidad.

Por resumir: ¿Inspiración? Vale, pero se trata sólo de ondas irracionales aún no decodificadas.

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