La conmoción producida por el caso del copiloto asesino ha sido de tal magnitud que ha dejado a la opinión pública en estado de estupor. Sólo así se explica el reguero de opiniones que tratan de buscar la lógica del acto incomprensible, si bien la evidencia es tan majestuosa como la montaña en la que impactó el avión, muchísimo más grande que el famoso bosque invisible oculto por los árboles.
Quizá la masacre esté tan cercana que nadie quiera aún certificar la evidencia o quizá infunda pánico reconocerla o tal vez simplemente seamos unos tristes monos que chillamos un rato después del estrépito y seguimos luego con nuestro despiojamiento que, ya se sabe, es la forma habitual con la que nos relacionamos los simios superiores. También puede ser que no queramos entender nada, que ya decían los maestros orientales que la felicidad está en no ver, no oír, no hablar.
Y cuando nada se entiende suelen comparecer a dar explicaciones unos señores con pipa de pensar o con sotana y, si es época de rebajas, unos periodistas; aquí un particular, para servirles.
Caducada por incongruente la explicación de la depresión, los psiquiatras han aventurado como causa de la acción criminal el desorden de la conducta conocido como «narcisismo», sin reparar en que éste sólo suele ser un síntoma de una actitud más generalizada e identificable, bastante bien descrita. Y los trascendentes, abrumados por la magnitud del crimen, han ensayado la interpretación moral: el piloto, como ocurrió anteriormente con el asesino masivo de la isla de Utøya, estaba poseído por el Mal. Esta «explicación» tal vez pueda reconfortar a quienes se santiguan antes de emprender viaje pero no explica nada si no viene acompañada de una corporeización del mal en forma de demonio o de virus.
Así que vayamos de una maldita vez a un diagnóstico preciso y comprensible para las masas: el copiloto era un auténtico estúpido.
Me remito a Carlo Maria Cipolla y a su clásico Leyes fundamentales de la estupidez humana, en donde definió perfectamente al ejemplar de estudio mediante su Tercera Ley Fundamental de la Estupidez Humana, o Ley de Oro: «una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio». El lector ágil, sólo con leer la definición, ya se habrá dado cuenta que el ámbito de estudio es macroscópico. Ocasionalmente todos podemos cometer estupideces, pero ser estúpido a full-time es cosa de gran mérito.
La idea de que un estúpido en estado puro, esférico en su estupidez, pueda estar a los mandos de un avión de pasajeros o dirigiendo un batallón de soldados es aterradora, pero se da con bastante frecuencia. Es otra más de las contingencias de la vida social con la que debemos apechugar. En un mundo simplificado, un estúpido puede hacer un daño limitado, pero en una sociedad compleja, con mecanismos de promoción automáticos, un estúpido puede acabar conduciendo un avión, un tren, un trasatlántico, una confesión religiosa, un grupo terrorista, una agencia de seguridad nacional o una nación propiamente dicha (más fácil si es una nación imaginaria). Nadie estamos a salvo.
No estoy de broma. Tanto es así que empiezo a sospechar que hay un grave problema de comprensión lectora con el libro de Cipolla. Así como durante mucho tiempo se interpretó el Quijote como un libro sentencioso y grave, en lugar de verlo como un parodia, se ha leído el estudio de Cipolla como un ensayo humorístico, cuando, siéndolo sólo por el asunto tratado, es de una seriedad cegadora. Merecería la pena que los psicólogos ensayaran un test de Cipolla que —a la manera del de Turing para detectar la inteligencia artificial— detectara la estupidez no aparente. Captamos a primera vista a los tontos de baba pero, ¿como se calibra a un individuo normal, con una vida tan normal que hasta puede pilotar un transatlántico, que crea en las realidades paralelas o en la curación por imposición de manos? ¿Se puede confiar en quien toma decisiones en función de la carta astral? ¿Se puede confiar en alguien que siempre tiene razón y de cuya situación de postración es siempre culpable el resto de la humanidad?
La respuesta social ha separado las «creencias» del comportamiento social: uno puede ser estúpido en el ámbito particular siempre que no traslade su estupidez al comportamiento social. Se permite, por ejemplo, que quien no cree en las transfusiones o en la medicina «convencional» la palme, pero no se admite que su estupidez obligue a sus hijos a morir.
Claro que esto no suele funcionar. La característica primordial del estúpido total es que no tiene freno y marcha atrás. El estúpido mira hacia adelante —que puede ser el horizonte o una montaña— con el absoluto convencimiento de que lo que hace está bien y que es el resto de la humanidad quien se equivoca. El estúpido «sabe» que después de que haya hecho «lo que hay que hacer» todo el mundo se dará cuenta de su error. El estúpido hace porque tiene que hacer, porque está marcado en su destino o porque ha recibido la llamada; todo lo demás es accesorio y contingente. El estúpido no se detiene porque no evalúa los costes de su estupidez (y si lo hace, las evalúa mal).
No obstante y como ya se ha dicho, si detectar a los estúpidos no aparentes suele ser complicado (suelen andar confundidos entre los incompetentes) mucho más difícil resulta detenerlos. La solución sería incapacitarlos de manera preventiva para cualquier ocupación que implicara riesgo para terceros y permitirles, a lo sumo, que fueran pastores trashumantes de ganado caprino, asumiendo el riesgo de despeñamiento o, acaso, del cruce del rebaño por la autopista de seis carriles. O ponerles a fabricar carpetas, digno oficio que me ocupó durante un tiempo que, si bien conduce a la melancolía, no puede calificarse de riesgo.
Los malvados son más o menos previsibles, pues siguen la lógica del daño y el beneficio. A los malvados, con el tiempo, se les queda cara de cabrón y se vuelven detectables. Pero el campo de los estúpidos es inabarcable porque siempre están donde menos se les espera haciendo lo incomprensible y porque, lo más triste de todo y como dice la Segunda Ley Fundamental, «la probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona» como, por ejemplo, su aspecto o la educación universitaria recibida.
O sea, que actuamos y ponemos en marcha un test de Cipolla o seguimos al albur de que el próximo estúpido declare la Guerra Santa, la Solución Final, el Fin de la Historia o decida comprobar si es posible manejar el autobús sin pisar los frenos. Que ya lo dice Cipolla, o sea:
«Esencialmente, los estúpidos son peligrosos y funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y entender un comportamiento estúpido. Una persona inteligente puede entender la lógica de un malvado. Las acciones de un malvado siguen un modelo de racionalidad: racionalidad perversa, si se quiere, pero al fin y al cabo racionalidad. El malvado quiere añadir un «más» a su cuenta. Puesto que no es suficientemente inteligente como para imaginar métodos con que obtener un «más» para sí, procurando también al mismo tiempo un «más» para los demás, deberá obtener su «más» causando un «menos» a su prójimo. Desde luego, esto no es justo, pero es racional, si uno es racional puede preverlo. En definitiva, se pueden prever las acciones de un malvado, sus sucias maniobras y sus deplorables aspiraciones, y muchas veces se pueden preparar las oportunas defensas. Con una persona estúpida todo esto es absolutamente imposible. Tal como está implícito en la Tercera Ley Fundamental, una criatura estúpida os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables y más impensables. No existe modo alguno racional de prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque. Frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmado. Puesto que las acciones de una persona estúpida no se ajustan a las reglas de la racionalidad, de ello se deriva que:
a) generalmente el ataque nos coge por sorpresa;
b) incluso cuando se tiene conocimiento del ataque, no es posible organizar una defensa racional, porque el ataque, en sí mismo, carece de cualquier tipo de estructura racional.
El hecho de que la actividad y los movimientos de una criatura estúpida sean absolutamente erráticos e irracionales, no sólo hace problemática la defensa, sino que hace extremadamente difícil cualquier contraataque —como intentar disparar sobre un objeto capaz de los más improbables e inimaginables movimientos. Esto es lo que tenían en la mente Dickens y Schiller al afirmar el uno que «con la estupidez y la buena digestión el hombre es capaz de hacer frente a muchas cosas», y el otro que «contra la estupidez hasta los mismos dioses luchan en vano».
Hay que tener en cuenta también otra circunstancia. La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está inhibido por aquel sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente».