Me acuerdo de A, que me contó con detalles muy vívidos su experiencia de la muerte como un pozo negro (se estaba ahogando) y cómo vio la luz al final del túnel encarnada en un amigo que sabía nadar.
Me acuerdo de B, experto buceador infantil, que quedó atrapado entre los hierros de la laguna de aquella fábrica derruida por saber nadar demasiado bien cuando aún no se habían inventado los «polideportivos».
Me acuerdo del quirófano vacío a las cinco y media de la madrugada, de la luz fría, de las baldosas blancas y de la enfermera limpiando y envolviendo cuidadosamente la placenta para enviarla a la fábrica de cosméticos.
Me acuerdo de cómo aquel tipo me apartó con una mano y con la otra le clavó dos veces el cuchillo en el estómago, tan rápido que apenas nos dimos cuenta de lo que pasaba ni yo ni la víctima. Me acuerdo de la cara de estupor del acuchillado y de cómo la Muerte tardó tanto en llegar que se le adelantó una UVI móvil y yo decidí que jamás volvería a un concierto.
Me acuerdo del sadismo del médico joven, disfrutando al narrar los daños irreparables e irreversibles, que repite otra vez de forma minuciosa con cada visita, y de mi sospecha de que juega a anotar el número de familiares que salen llorando tras hablar con él.
Me acuerdo de cómo me dice «más rápido, más rápido» y yo llevo ya el coche a 180 y pienso que nos vamos a matar los tres al llegar a las curvas y decido levantar el pie del acelerador porque sé que muy poco podemos hacer ya por él y ese viaje le toca hacerlo solo.
Me acuerdo de que aún no he elegido la canción apropiada para mi funeral ni el lugar donde quiero que arrojen mis cenizas. La canción podría ser «Po’ boy» de Bob Dylan, y no sólo por la letra, sino porque descubrí hace unos días que es como llaman en Lousiana a los bocadillos, el alimento de mi juventud. Quizá habría que incluir también el «No pido mucho» de Veneno, que fue mi divisa durante tantos años; seamos, hasta el final, sublimes sin interrupción. Respecto a las cenizas, si Eloísa está debajo de un almendro lo apropiado para mí sería estar debajo de un cocotero, pero por no plantarlo… Supongo que el laurel, que está espléndido, puede ser un buen lugar para estar a la sombra. Además se acordarían de mí cada vez que hacen tomate.
No me acuerdo de ninguno de los epitafios que tengo escritos, pero improviso:
«QUIÉN IBA A PENSAR QUE EL MÁS ALLA ERA AQUÍ»
«NO VENGÁIS, ESTÁ TODO MUY MUERTO»
«LA REENCARNACIÓN ESTÁ MUY BIEN, PERO ¿PODRÍA ELEGIR OTRA ALMA?»
«BREVE PERO INTENSO»
«¿PUEDO REPETIR?»
Héctor Walter Navarro 21 octubre, 2016
Discúlpeme, perro, muchas veces me he quedado admirado ante el nivel literario de sus aportes pero ahora lo tengo que decir abiertamente: ¡qué gran escritor es usted! A esta altura me gustaría saber cómo se llama el perro y qué hace además de escribir aquí.
Sin embargo debo decirle que tiene que dejar de lado por ahora (no eternamente) ese interés de escribirse su propio epitafio. Siempre se debe postergar mas o menos indefinidamente la necesidad de hacerlo. Y si alguien se lo reclama dígale: ¡A otro perro con ese hueso!
mgaussage 21 octubre, 2016
Muy bueno.
Pello Gutierrez 22 octubre, 2016
Amigo perroantonio. La chirriante cacofonía de la actualidad encuentra descanso y sentido en sus ladridos. Y si su divisa juvenil fue el «No pido mucho», me pregunto por qué no nos conocimos entonces: ladrábamos lo mismo. Nunca deje de hacerlo, por favor.
Alfonso 8 abril, 2017
Gran aporte para la cita que todos tenemos y que debemos cumplir.