«El tenor quiere que la ópera llegue al gran público…»
De una noticia en El Mundo.
Todos queremos ‘llegar al gran público’: el cantante de ópera, el músico de jazz, el poeta íntimo, el pintor de nenúfares o el productor de programas de televisión. También el vendedor de salchichas, de coches o de rifles de asalto (en USA). ‘Llegar al gran público’ sólo es un eufemismo de vender un producto de forma masiva. O un servicio. Es decir, una honrada pretensión de comerciante: hacerse rico para vivir mejor.
Pero frente a quienes pretenden llegar al gran público vendiendo refrescos, el espabilado del ‘mundillo cultural’ quiere llegar al gran público incorporando un valor añadido a su producto, la ‘Cultura’, una emanación de tipo espiritual que confiere de forma inmediata estatus intelectual y prestigio social tanto al que diseña el producto (el divino creador), como a quien lo fabrica, lo vende o lo compra. Porque en el ámbito cultural, cualquier compra garantiza también la adquisición del prestigio anejo, que impregna por capilaridad al comprador.
Este mecanismo, que opera en los productos culturales más obvios, libros, música, pintura… va contagiándose a toda la producción humana a medida que los más inteligentes van sacando provecho a este valor añadido (además, en sentido estricto, todos los productos humanos son productos culturales, ¿o no?). Así, no es lo mismo comprar una camiseta que comprar ‘moda española’, lo primero es un acto trivial, lo segundo una compra con significado, que algunos quisieran convertir en un acto militante que ligue la rebeldía con la marca comercial. ¿Acaso no vendieron carísimos coches a rebeldes a quienes lo que más les importaba era el gusto de conducir? ¿Es acaso lo mismo comprar una botella de vino apátrida que otra con denominación de origen certificada? Con lo primero sólo se adquiere un sedante, pero lo segundo añade una experiencia que, magia mediante, une a un bebedor con un territorio.
Del mismo modo que quien compra unas patatas de agricultura ecológica adquiere estatus de protector de la naturaleza, quien adquiere productos cultuales se convierte en protector de La Cultura. Este aspecto religioso ha sido descubierto y explotado por la Política que, dicho sea de paso, actúa como la religión de la Roma precristiana, religando —es decir, atando en firme— a los consumidores ciudadanos con la producción de mercancías que por su escaso valor de mercado (aún no han llegado al gran público) poseen, sin embargo, fulgor cultural. De este modo, el consumo de productos culturales equivale a una comunión, es decir, a la ingestión de una hostia que transmite de forma inmediata el convencimiento de estar haciendo lo correcto, consumir invertir el dinero en una causa socialmente prestigiosa que debe proporcionar reconocimiento.
Así han surgido los ‘bonos culturales’, para que los consumidores jóvenes puedan adquirir prestigio del bueno y no el derivado del botellón o del consumo de drogas o pornografía. Además, estos bonos son regalados por el Estado, para que los jóvenes consumidores ciudadanos se religuen con Él y canten sus alabanzas.
Lo que ocurre es que no se explicita la obviedad: sin consumo, ni hay cultura ni hay ciudadanía.