La inteligencia humana está sobrevalorada. O, más exactamente, la inteligencia de los individuos humanos está exponencialmente sobrevalorada. Tomados uno por uno, la mayoría somos poco más que monos cachondos que, si no estuviéramos esclavizados por la búsqueda del sustento, pasaríamos la existencia rascándonos la entrepierna y engordando. [El orfeón de los místicos y el coro de los intelectuales ya se han puesto a chillar en la últimas ramas blandiendo sus obras maestras del pensamiento, pero no les hagan caso, sobreactúan. Pronto volverán a sus plátanos.]
A lo largo de la historia de la especie, la mayoría de esos individuos teóricamente pensantes e inteligentes ha estado compuesta por ágrafos garrulos que lo único que han legado a las generaciones venideras, aparte del código genético, han sido sus hábitos y costumbres, eso que llamamos cultura. Hay que reconocer que en el lote vienen cosas extraordinarias —entre ellas, algunas que podemos exhibir sin rubor en los museos— pero también cantidades ingentes de gilipollez, crueldad, imbecilidad y crimen. ¿En qué punto, por ejemplo, un humano cretino convenció a sus semejantes de que la cornamenta de una cabra montesa o de un rinoceronte, diluidas en polvo, curarían los problemas de erección? No se sabe, pero aún hoy en día millones de estos garrulos, aún erectos, siguen matando bichos para que les engorde la cosita. ¿Qué sutil melómano decidió convertir permanentemente en ángeles a los niños del coro, promoviendo durante siglos el comercio de eunucos cantores? Y hablando de eunucos, ¿quién tuvo la feliz idea de usar la castración como método de formación de funcionarios fieles y sin veleidades dinásticas? Estas costumbres han durado muchos siglos y no está claro que hayan sido erradicadas. Como la afición a matarse masivamente, en la que, al parecer, sólo se embarcan los más imbéciles de la tribu, unos individuos que, sin embargo, forman el panteón heróico de las ficciones humanas en su formato de novela, cine, corrido mexicano y rockanroll.
¿Por qué no ha sido posible, pasados siglos y siglos de refinamiento cultural, extirpar de la costumbre las atroces imbecilidades contenidas en ciertos libros sagrados, fosilizadas allí desde que los sumerios inventaron la escritura? ¿Cuál es el mecanismo que impide que la universalización de la enseñanza y de los conocimientos técnicos y científicos cristalicen en una universalización de la inteligencia individual? Porque como sociedades sí somos exageradamente inteligentes. Muy pocos de nosotros somos capaces de arreglar una lavadora o siquiera un grifo, no muchos pueden distinguir una catedral gótica del siglo XIV de una imitación del siglo XX y apenas una minoría es capaz de entender las ecuaciones matemáticas que han dado forma a nuestro mundo, pero la especialización del conocimiento y del trabajo, el fomento de la inventiva o la extraordinaria labor de almacenamiento y divulgación del saber, hacen que individuos que muchas veces son incapaces de tener ideas mínimamente inteligentes hasta para su propia supervivencia construyan automóviles o teléfonos o formen parte de organizaciones que sirven al progreso humano.
Parecería que, como ocurre con las hormigas, sólo un número proporcionalmente pequeño de individuos —entre los que, para mi desgracia, no me encuentro— sería capaz de alumbrar las ideas e ingenios que han permitido nuestro asombroso despegue como especie. Sólo unos pocos son capaces de vadear el fangoso cauce de las ideas adquiridas por nuestro cerebro infantil, trascenderlas, mejorar y mejorarnos. El resto nos quedamos varados en el barro de los prejuicios colectivos, entretenidos en un barullo de conversaciones profundísimas que viene durando siglos, pobres monitos parlantes enseñoreados de nuestra triste rama, cada día más listos y más inteligentes y más tontos que Abundio.