A veces sufro ataques agudos de pesimismo. La población mundial ha superado los 7.000 millones de personas y todo hace suponer que en los próximos años seguirá creciendo. Confío en que se producirá un desarrollo más o menos sostenible, aunque conflictivo. La clonación, los cultivos transgénicos o la utilización de células madre para la producción masiva de proteínas animales acabará con el hambre, se descubrirán nuevos métodos de producir energía barata y casi infinita, y los progresos médicos anuncian un futuro en el que las enfermedades estarán aún más controladas. La permeabilidad social seguirá aumentando gracias al acceso a la educación y, en general, las sociedades humanas serán cada vez más longevas y cultas. La política seguirá siendo como es, conflictiva, pero funcionará. El acceso al conocimiento será inmediato y cualquier turista en pantalón corto podrá dar lecciones, en la montaña palentina, sobre la evolución de la iconografía erótica en canecillos y ménsulas del románico primitivo y luego, en la taberna del pueblo, hacer análisis comparado de la composición del chorizo en las dos Mesetas. Los conflictos locales estarán controlados y las potencias mundiales se limitarán a mantener bajo control a las turbas en los países conflictivos. Millones y millones de personas poblarán la tierra, se bañarán en las playas, caminarán por las avenidas y verán las noticias; cada una de ellas tendrá una idea elaborada del mundo, un proyecto personal, sueños, aficiones y miles de ideas y palabras girando en su cerebro.
Creo y confío en que ocurrirá así y sin embargo no dejo de sentir cierta angustia por mi irrelevancia en esta marea humana. Algo que no sé qué es me empuja a intentar sacar la cabeza por encima de una muchedumbre en donde todos intentan sacar la cabeza. Veo a millones haciendo lo mismo y siento un profundo malestar en el pecho que me atrevería a identificar con un ataque de pánico si alguna vez hubiera sufrido un ataque de pánico. Estas nubes de agosto amenazan lluvia. Sobre la mesa de la terraza, el periódico abierto muestra una columna de Salvador Sostrés ensalzando el amor de la familia cristiana. Tengo frío. No siento las piernas.