Tuve una novia a la que le gustaba que la ataran. No tengo nada en contra, o sea, pero esto es como el patinete, que una vez que toma velocidad y va cuesta abajo ya no hay quien lo pare. No vas a atar a tu novia como si fuera un jamón para luego hacerle el amor en la postura del misionero. Empiezas con unas vueltas de cuerda y unos nudos y, poco a poco, como que no quiere la cosa, acabas enfundándote un traje de cuero con un collar de púas y diciendo cosas que no aprobaría ni tu confesor. Además, tampoco voy a negarlo, soy tímido; fuera de las sesenta y cuatro posturas del Kama Sutra empiezo a sentirme ligeramente incómodo. Así que nuestra relación no prosperó. Le dí unos azotes —que me agradeció— y la despedí para que se fuera a sufrir/gozar con otro.
No ha sido mi única relación con el sadomaso. Algo tendré que las atrae. En mi última experiencia fallida era ella quien me humillaba y yo quien tenía que agachar la cabeza y meter el rabo entre las piernas; cosa que, por otra parte, no me resultaba difícil, porque no concibo nada más desereccionante que una humillación (excepción hecha de una patada en los huevos). El problema es que la humillación no sólo me desmotiva, sino que me enfurece y me vuelve violento. Supongo que es lo que se espera en una relación sadomaso comilfó, que la cosa acabe a hostias y que luego, después del éxtasis, nos untemos amorosamente el Betadine y devoremos juntos una hamburguesa cruda. Lo que pasa es que no ha cruzado mi ADN océanos de tiempo ni he leído yo a Kierkegaard (qué va, qué va, qué va) para acabar comportándome como un mandril. Entre mis modestas aspiraciones está la de ser sublime sin interrupción, incluida la visita al cuarto de baño, y puestos a pegar yo no pego ni sellos. Qué le voy a hacer si nací tierno para el amor.
Ocurre entonces que cuando llega la temporada de erecciones, digo de elecciones, mi temperamento erótico busca satisfacción sin cuerdas y placer sin dolor. Estoy exagerando. Digamos que me conformo, aunque no haya goce, con que no me aten ni me insulten y, ya puestos, con que no me miren mal ni me perdonen la vida. Bastaría incluso con no hacerme la pelota aunque íntimamente piensen que soy un idiota, como todos. Me conformaría con que esas gentes políticas que tanto me riñen y enseñan el dedo admonitorio se lo metieran por donde les quepa y se limitaran a exhibir su mercancía como los fruteros exhiben sus frutas, más o menos limpias, más o menos ordenadas y, a ser posible, no podridas. Luego ya elijo si me apetece. Que quizá lleguemos a lo más íntimo, quién sabe. Pero los fustazos os los dais vosotros mismos en el culo en pompa, corazones. Y a gozar.