Apunta Arcadi Espada a un artículo de Cristian Campos en donde leo de nuevo el lamento milonguero de que lo que hacen las revistas del corazón o Jordi González no es periodismo. Periodismo es, al parecer, ese oficio legendario que no parece practicar nadie y del que se da cuenta en las películas de Wilder y en los artículos que alaban el periodismo. Yo fui cegado por ese mito y recuerdo que uno de mis profesores iniciaba todas sus clases con una frase augusta, «Bienvenidos al mejor oficio del mundo», que me dejaba siempre preocupado. Se me hacía raro que me diera la bienvenida entusiasta al periodismo alguien que lo había abandonado hace décadas por el funcionariado; tardé algún tiempo en darme cuenta de que le traicionaba el subconsciente y que el mejor oficio del mundo era, de largo, el de profesor universitario en una facultad de periodismo tan poco ejemplar como la de la Universidad del País Vasco.
Así que me temo que no, que periodismo es más bien lo que definía a Enriqueta La Pisa-Bien en Luces de Bohemia, «una mozuela golfa, revenida de un ojo, periodista y florista», es decir, una vendedora de periódicos, o de noticias, o de chismes (en el doble sentido de la palabra). No digo que no sea más bonita la leyenda que la realidad, pero en las Facultades de periodismo te alaban lo legendario (Bernstein y Woodward, Kapuscinski) y luego te enseñan contraperiodismo, que es lo que hay que aprender para ser jefe de prensa de un político, de una agencia o de una empresa; es decir, a ocultar la verdad ofreciendo información.
No digo yo que no sea más bonito pensar que periodistas, lo que se dice periodistas, hay más bien pocos. Pero entonces convendría dar nombre a toda esa legión de transmisores de noticias que vive de dar cuenta de las ruedas de prensa, de aventar chismes, de aflorar las líos de bragas y braguetas, o de perseguir las evoluciones del esférico. Que pagaron sus matrículas y obtuvieron su título. Y se lo dieron licenciados y doctores que se decían periodistas.