ERA el tren todo trueno y todo noche.
Era la luna un ojo. Era verano.
Era su falda un lío y un reproche
era aquel crucifijo. Era mi mano

leve temblor sobre la blanca plata.
Ella cerró los ojos, dijo: «Besa
a Dios y duerme». Era la luna nata
sobre su pecho, era su boca fresa.

Y yo acerqué mis labios —avanzaba
el tren como un caballo. El algodón
de su braga era blando, me dejaba
humedad en los dedos: tentación

sin vello de la herida. «Diosa mía»
—arranqué el crucifijo. «Dios, Dios mío».