No se ganan las batallas que no se afrontan. El antimilitarismo es muy sano cuando se enfrenta a las dictaduras militares, pero en un estado democrático tiende a convertirse en un relato infantil y floral que se utiliza para deslegitimar a las fuerzas de orden público. Existe el pacifismo ingenuo, muchas veces de corte religioso. Pero entre los grupos extremistas y nacionalistas prolifera un antimilitarismo militante cuyo objetivo es socavar el orden democrático: desarmad a vuestras defensas para que aplastemos vuestra cabeza.
Habrá qué repetirlo mil veces, cien mil, un millón, siempre y continuamente. Las grandes palabras, libertad, justicia, igualdad, bienestar son papel mojado si no se puede garantizar su aplicación. Cuando el cuerpo social se constituye como tal (llámese nación y constitúyase como Estado, Federación, Unión, etc.) y establece las normas de convivencia y las eleva a categoría de Ley, asienta el punto de encuentro y el lugar en donde se resuelven los desacuerdos. El punto de encuentro es la Ley, el lugar es el Parlamento y los Tribunales, y el mecanismo de intermediaciación para resolver las diferencias es el Derecho.
En un estado dictatorial es la voluntad unilateral del dictador la que decide todo: cómo se gradúan la libertad y la igualdad, quien goza de bienestar, quien sufrirá y hasta quién morirá. En un estado democrático de derecho, los distintos intereses se someten a confrontación en el Parlamento, donde las fuerzas están representadas en función del número de votantes, y los acuerdos se negocian de forma multilateral; nadie alcanza el punto de satisfacción máxima, todos ceden continuamente y siempre, y a este equilibrio inestable de deseos, logros e insatisfacciones lo conocemos como democracia: la cansina, burocrática y eternamente negociatriz democracia. Quien salta por encima del procedimiento democrático lo hace porque sabe que no puede alcanzar la representación suficiente; como no puede ganar al ajedrez, patea el tablero.
Cuando el Anhelo reemplaza a la Ley y declara que el Derecho ya no es un mecanismo válido de negociación y resolución de conflictos, aparecen la coerción, la fuerza y la violencia. Quienes se reclaman mediadores y pretenden recurrir a la «política» para arreglar los desacuerdos al margen del Derecho, están afirmando que existe un nuevo punto intermedio entre la Ley y el Anhelo, que ese punto siempre será móvil y que siempre lo desplazará el Anhelo a su gusto, que el Derecho jamás servirá como mecanismo para satisfacer a los anhelantes y que el Estado siempre habrá de dar el brazo a torcer cuando intentan retorcerle el brazo.
Pues bien, para impedir el capricho del Anhelo, individual o colectivo, para someter a los Anhelantes al imperio de la Ley y sujetarlos al Derecho, está la Fuerza. La diferencia entre la Fuerza del Estado de Derecho y las fuerzas Anhelantes es que la primera cumple órdenes legítimas y legitimadas siempre que se adecuén al Derecho, es decir, siempre que representen a todos y su finalidad sea preservar la seguridad, la libertad, la justicia y la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. Cuando es así y sólo cuando es así, es necesario que triunfe con determinación.
En la batalla actual por la independencia de Cataluña, las fuerzas Anhelantes se han alzado diciendo representar a un Pueblo que es sujeto de derechos primigenios. Afirman que estos derechos, emanados de la voluntad de sus líderes, prevalecen sobre los que garantizan la seguridad, la libertad, la justicia y la igualdad de todos. Afirman la primacía de lo particular frente a lo común, el privilegio de cuna e idioma, su voluntad de escindir lo unido, el derecho a dividir y su derecho a decidir negar nuestros derechos. Como su reclamación es injusta, han disfrazado el Anhelo de Derecho y han reclamado votar «democráticamente» (pero sólo ellos) la abolición de los derechos comunes y declarar nuestra conversión, obligatoria y no pactada, en extranjeros.
En los últimos siglos, el progreso social ha venido asociado a la universalización, a la extensión a todos los ciudadanos de lo que antes eran privilegios de pocos. Es progresista anhelar un mundo sin fronteras, con leyes comunes y sin particularismos que concedan ventajas. El sueño de un gobierno mundial, una legislación planetaria y una justicia universal no es un ideal moderno, sino que ya lo soñaron la vieja iglesia católica (katholikós significa precisamente eso, universal) y los ideales revolucionarios. Que en el camino esos ideales hayan sido pervertidos por el totalitarismo, vulnerados por los particularismos y violados por la corrupción humana no empece que sean deseables.
El ideal universalista, que no se reduce sólo a los mecanismos sino al objetivo de procurar el bienestar universal, pervive aún, burocratizado, en organismos multilateralistas como las Naciones Unidas y en proyectos supranacionales como la Unión Europea. Obviamente son muy perfectibles, pero frente a las tufaradas identitarias, supremacistas, unilaterales y antidemocráticas del Ukip, la Liga Norte o Junts pel Sí (para decirte a ti No), siguen sonando a música celestial.
«Nadie es más que nadie» dice el viejo lema. Por esa razón, y nada más ni nada menos que por ella, conviene someter el Anhelo al Derecho. Pero es que además, su pretensión de estabularnos en Pueblos para negar nuestros derechos individuales y subsumirlos en una supuesta voluntad colectiva no acordada en un Parlamento sino preexistente y sagrada, o de considerar a unos Pueblos superiores a otros y por tanto, con privilegios sobre otros, ataca nuestros principios universalistas y trata de pisotear nuestra utopía de un mundo de acuerdos multilaterales, fronteras abiertas y personas libres e iguales.
Lamento, Anhelantes, que este mensaje no quepa en una pegatina, que su complejidad os produzca disonancias irresolubles y que no seáis capaces de distinguir las ideas luminosas de la simple berrea de la tribu. Representáis la Edad Media o, peor aún, la utopía regresiva de un futuro medievalizado. Por ética y estética, tenéis que ser derrotados. No os acompañará la Fuerza.
Héctor Walter Navarro 9 octubre, 2017
¡Bravo, Perroantonio! Aquí en Rosario, Argentina, presentaré mañana una protesta en la Municipalidad porque en el llamado «Encuentro de colectividades» Cataluña aparece como un país independiente, al mismo nivel que Italia, Japón y que España, por supuesto. Estoy redactando en este momento mi reclamo. Te lo haré conocer.
Javier 10 octubre, 2017
Ibas bien, hasta que has pasado a la utopía globalista. Como bien dices no es nueva y proviene de la iglesia, especialista en prometer paraísos. Como otras utopías políticas es estupendísima y solo alguien de corazón muy negro podría oponerse a ella. Yo como estoy podrido por dentro te diré que no solo no soy marxista y no creo en un mundo sin clases, tampoco soy globalista y descreo de un mundo sin fronteras. Un mundo sin naciones es un mundo sin soberanía nacional, eso a las empresas transnacionales les encanta, por eso Soros tiene un libro titulado «La globalización» y malmete lo que puede financiando todo lo que sea destruir los Estados nación vigentes (a los indepes catalanes, sin ir más lejos), y por eso promueven tratados como el TIPP, por el que una empresa de California pueda tumbar una ley en Portugal que le perjudique. Y por eso se promueve la burocracia bruselita, mucho mejor que tomen decisiones aquellos a quienes no votamos, como Juncker, que nuestros gobiernos. Pero tengamos clara una cosa: aquellos que decidan sobre nosotros cuyos cargos no dependan de nuestro voto, no van a mirar por nuestros intereses…
Para mí ser español es una garantía de que mi voto contará algo, de que hay un país que se ocupará de mí, en un mundo globalizado no tendré a nadie defendiendo mis intereses. El Estado nación es la tribu sujeta a la ley, es una vacuna frente al nacionalismo sin estado. Pero nada, digamos que todos son igual de malos, que es lo mismo poner una bandera española en tu balcón que una estelada. Todo son nacionalismos y todos los nacionalismos son malos, verdad?
Perroantonio 10 octubre, 2017 — Autor de la entrada
Básicamente de acuerdo en todo lo que dices en el primer párrafo, salvo en la música de fondo. Te recuerdo que he hablado de multilateralismo lo que, obviamente, remite a la existencia de «lados», es decir, estados. Reconozco que el discurso utópico es inconexo y de aplicación problemática, cuando no directamente imposible. Ahora bien, tiene la virtud de generar ideales transnacionales que empujan a los individuos y a los estados a adoptar medidas con pretensión universal que pueden ser buenas para todos (el antibelicismo, el respeto a la naturaleza, la lucha contra la explotación, los derechos humanos, la igualdad, la justicia universal contra el genocidio…). Sin la creencia de que esos ideales utópicos son universalmente deseables, las políticas nacionales pueden ser muy diferentes y promover, pongamos, la colonización o el comercio de esclavos. Como ya he apuntado, la unión supranacional es beneficiosa cuando están claros los objetivos. ¿Es beneficiosa una norma europea que iguala las tarifas de roaming telefónico en toda la Unión? ¿Y una carta europea de derechos sanitarios que igualara las prestaciones de todos los estados miembros? Las utopías, como los edificios, ladrillo a ladrillo.
Es difícil saber cómo sería un mundo globalizado sin naciones estado, pero quizá sea imaginable un mundo con identidades mucho menos duras. Ya han existido anteriormente cosas parecidas con los imperios, así que no me resulta muy difícil imaginar uniones de estados con legislación común, fronteras abiertas y gobiernos supranacionales, incluidas legislaciones contra el filubusterismo comercial. Sólo se trata de organizarlos. Pese a sus problemas, prefiero que exista la Unión Europea a que volvamos al modelo anterior y me gustaría que fuera progresando en transparencia y participación.
Finalmente, sí, todos los nacionalismos son malos, aunque unos bastante peores que otros. El estado nación no es la tribu sujeta a la ley, sino «las tribus» sujetas a la ley; el matiz es importante porque iguala a las tribus. Naturalmente, cualquier estado nación puede generar nacionalismo cuando otorgue primacía a los elementos de identidad nacional sobre los derechos individuales y las leyes comunes, pero eso es algo que sólo se percibe en Europa en el nacionalismo sin estado y en los estados que tratan de cerrar sus fronteras.
Percibo perfectamente la diferencia entre ondear la bandera del estado que defiende la igualdad ante la ley que ondear la bandera de quien defiende exactamente lo contrario. Por eso no veo que sean muestras de un mismo fenómeno nacionalista.
Javier 10 octubre, 2017
Gracias por la respuesta, Perroantonio, te leo con interés aunque no con regularidad desde el Nickjournal aquel. Cuando digo que el Estado nación es la tribu sometida a la ley me refiero a que hay un sentimiento tribal, no tengo inconveniente en denominarlo nacionalista, pero la pertenencia al mismo viene determinada por el DNI, de manera que nadie es más o menos español. Con los nacionalismos sin estado percibo una competición constante por ser más del lugar que el otro. Basta ver estos días cómo se reprocha a alguien no ser catalán, haya nacido o no en el lugar, e incluso los que no son nacionalistas para justificarse dicen «yo tengo apellidos catalanes, soy más catalán que tú aunque no sea indepe, etc». Y eso al final creo que genera un miedo constante a salirse del rebaño, limita mucho la libertad.
El problema que estoy viendo es que mucha gente que se opone al nacionalismo catalán desbocado de estos días, lo hace tirando al niño junto con el agua sucia, poniendo a España a los pies del globalismo. A aquel melífluo zapaterismo de «la tierra es del viento», ahora habrá que añadir la borrelada de «las fronteras son cicatrices en la tierra». En fin, más adhesión incondicional española a la Unión Soviética Europea, un club donde entramos para obedecer. De esas normas que pones como ejemplo, imaginemos que alguna de ellas es muy dañina para algún colectivo, supongamos que perjudicase a los dueños de los bares. Si esa norma la dicta el gobierno español, entonces los partidos de la oposición la pueden criticar, incluir en sus programas electorales su derogación, los afectados pueden organizar rápidamente y sin dificultad una asociación nacional de afectados por tal ley, y los medios de comunicación pueden hacerles entrevistas, fotografiar sus huelgas, etc. Pues bien, difícilmente puede haber nada de esto cuando la norma proviene de una ciudad que gobierna un continente de 500 millones en el que se hablan 20 idiomas, donde no hay medios de comunicación y partidos paneuropeos. No puede haber una ciudadanía involucrada en la vida pública europea porque no tengo ni idea (y no me considero más desinformado que la media) de lo que pasa en Hungría o la República Checa. No hay ni puede haber una soberanía europea, porque no hay un demos europeo. Así que la soberanía nacional que se sustrae por un lado en la construcción europea, no se recupera por el otro, haciendo de Bruselas un mastodonte burocrático cada vez más tiránico, sometido en la práctica a los intereses alemanes.
Perroantonio 10 octubre, 2017 — Autor de la entrada
Gracias por el tono constructivo, Javier.
Me tomaré lo de la Unión Soviética Europea como una broma. A mí, en principio no me alarman las competencias específicas de la Unión Europea, sino todo lo contrario. Es más, visto lo visto hasta ahora, lo que suele alarmarme es el mamoneo de los estados nación, que al menor despiste se montan un sistema de subvenciones a fondo perdido con el dinero de todos. Prefiero un modelo en donde todos se vigilen y se presionen para cumplir las normas que las ideas geniales que se le ocurran al primer Varoufakis que llegue a un gobierno.
Gorkataplines 10 octubre, 2017
Muy bueno, Perroantonio. No he entendido las objeciones de Javier y tu artículo me parece de enmarcar
Pablego 15 octubre, 2017
Totalmente de acuerdo con tu comentario. Lo suscribo.