La representación artística bascula entre dos tendencias antagónicas, el idealismo y el realismo. Para el idealismo, el mundo es una versión material, tosca y perfectible, de unas ideas sublimes. El artista debe elevar a su público, tiene que conseguir que trascienda a su realidad y aspire a una existencia mejorada que representa como ideal. El idealismo es una ascensión, una elevación espiritual en cuyo tránsito el individuo y la sociedad mejoran.
El realismo es una reacción alérgica contra la pretensión idealista de pasteurizar el mundo. Considera que el mundo real existe con independencia de la elaboración conceptual humana y que el artista puede reflejar esa realidad, y por tanto la verdad, sin dejarse aprisionar por concepciones preestablecidas. El realismo es un descenso, un regreso al barro, a la vida, al virus, a la carne y la muerte. Es decir, a lo que ocurre.
Para el idealista, el realismo es insoportable pues da imagen de un mundo arrumbado o inconcluso, dejado de la mano de un Dios torpe o asténico. Para el idealismo, el realismo reivindica la caída: el mono erguido con pretensiones de ángel pretende volver a ser un mono.
Cuando al abrir los ojos desaparece la estampa idealista, todo lo inunda la cruda luz del realismo. “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”, espeta un cínico Groucho Marx. Por eso el idealismo se disfraza de realismo para intentar competir en su propio terreno: realismo socialista, realismo heroico, realismo fantástico… Realismos canibalizados por idealismos románticos nada inocentes.
Y sin embargo… Sin embargo la visión realista no renuncia a trascender. Su gesto escrutador sobre lo real, consciente de sus pies hundidos en el barro y la sangre, busca construir una realidad menos hostil que la que describe y denuncia. No lo llaméis ideal.