Uno de los mecanismos más ingeniosos de la creación artística es la «limitación creativa». Consiste en establecer un ingenio intelectual con una serie de reglas que no se pueden quebrar. Quizá el ejemplo más claro sea el de la poesía clásica, en donde el poeta se obliga a constreñir su expresión por una serie de formas predeterminadas como, por ejemplo, el soneto o —palabras mayores— la sextina. Raymond Quenau llevó también hasta el paroxismo sus ejercicios de limitación creativa escribiendo textos largos en donde prescindía del uso de alguna vocal. Naturalmente, las artes plásticas o la música utilizan constantemente este recurso, y así hay pintores que se obligan a utilizar una reducida gama de colores o músicos que deciden prescindir de la armonía.
Es evidente que el uso de la limitación creativa traza una línea que difícilmente puede atravesar el batallón de los torpes sin sufrir grandes bajas. Donde los artistas, aprovechando la limitación, alzan el vuelo, el resto pergeñamos un torpe aleteo gallináceo acompañado de cacareo y violentos choques contra el suelo.
Ese mecanismo de limitación se establece también en otras disciplinas. ¿Qué son acaso la mayoría de los deportes sino estrictas limitaciones creativas? El fútbol prohíbe jugar con las manos, el baloncesto con los pies y el béisbol obliga a golpear la pelota con un bate y no con una raqueta o una pata de jamón. Bailar la lambada no es lo mismo que ejecutar un ‘pas de deux’, de la misma manera que disparar una ametralladora virtual en un videojuego no equivale a disparar con el escopetón a la pantalla del ordenador.
La limitación creativa, en fin, no es más que una forma elegante de denominar al «reto», es decir, la base de la mayoría de los juegos humanos: ¿a dónde podemos llegar no pudiendo hacer esto?
La política es, dentro de los juegos humanos, un ejercicio estricto de limitación creativa. No se puede jugar con los pies, está prohibido embestir con los cuernos al adversario y hay cientos de reglas que obligan a los contendientes a poner todo su empeño para superar las limitaciones y crear extraordinarios espacios de convivencia y felicidad. Naturalmente, todo lo dicho sobre el batallón de los torpes cobra aquí una importancia capital. El «estado del arte» en estos momentos no invita al optimismo. A las limitaciones propias del invento los tramposos añaden las suyas propias para que pueda encajar la gallina en el perfil del águila.
En fin, que hay días tontos en los que no apetece ni practicar el verso libre y en que dan ganas de mandar el tablero de juego a tomar por culo.