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Un poco de higiene (aunque no haga falta)

Aunque los cenizos siempre nos cuentan que hemos venido a este valle de lágrimas a sufrir, lo cierto es que la existencia humana ha ido alcanzando metas que hace no demasiado tiempo se consideraban utópicas. Hasta principios del siglo XIX, el hacinamiento y la ausencia de infraestructuras de seguridad y saneamiento en las ciudades (falta de iluminación en las calles, de agua corriente, de cloacas para evacuar los residuos humanos, de vertederos) producían frecuentes rebrotes de cólera y fiebre amarilla. Eran también comunes las pestes, el tifus, la fiebre amarilla y las enfermedades venéreas. Al leer biografías de época, llama la atención la abundancia de muertes por enfermedad a edades tempranas y el gran número de fallecimientos en los partos, bien de las criaturas o de sus madres. Los hospitales eran lugares especialmente insalubres pues, desconociendo las mínimas normas higiénicas, se convertían en focos de infección.

Las autoridades públicas, preocupadas por cómo se propagaban las plagas y enfermedades, difundieron las ideas higienistas y las materializaron construyendo cloacas, depósitos de agua, duchas públicas, hospitales, maternidades, mataderos y mercados municipales. También se generalizaron las normas de construcción higiénica y empezaron a proliferar las viviendas «ventiladas», con agua corriente, techos altos y luz natural, y se extendieron costumbres inéditas, como el fregado de los suelos con sosa o lejía.

Cualquier persona mayor de cincuenta años, especialmente si ha vivido en una ciudad obrera, habrá tenido ocasión de ver aún en pie algunas de las reliquias arquitectónicas del pasado higienista, como las casas de baños o las duchas públicas. Si se miran con atención las viviendas de los cascos antiguos de las ciudades, aún pueden distinguirse algunos retretes adosados, cubículos minúsculos que se incrustaron de mala manera en las fachadas posteriores como evacuatorios, tan distintos de los modernos «cuartos de baño».

Hoy en día nos parece muy normal ducharse todas las mañanas, pero en «Luces de Bohemia» (1920) de Valle-Inclán, el librero Zaratustra comenta: «Es verdad que se lavan mucho los ingleses. Lo tengo advertido. Por aquí entran algunos, y se les ve muy refregados. Gente de otros países, que no siente el frío, como nosotros los naturales de España». Es, naturalmente, una exageración caricaturesca, pero hasta los años 70 del siglo XX, no era costumbre tan extraña entre las clases populares lavarse en profundidad sólo una vez a la semana, generalmente antes de ir a misa, para luego vestirse con «ropa de domingo» o «endomingarse». Recuerdo a un estudiante navarro a quien le gustaba escandalizar a las mozas presumiendo de lavarse y cambiarse de calzoncillos al menos una vez al mes, «aunque no hiciera falta».

El resultado de las medidas higiénicas, unido al desarrollo de la medicina, la fabricación masiva y barata de objetos de uso cotidiano y la generalización del trabajo asalariado, además de traer consigo el famoso boom demográfico, produjo sociedades con un nivel de confort notable y se convirtió en un modelo universal. Incluso ahora, cuando todo apunta a que el desarrollo económico empieza a contraerse, aún hay muchas sociedades humanas que en cuestión de higiene se encuentran en la casilla de salida.

Higiene política

En cierta medida, puede decirse que el socialismo utópico, el liberalismo, la psiquiatría o la psicología algo le deben a las baldosas blancas y la hidroterapia externa e interna del higienismo. También algunas tendencias socioculturales, como la dietética, la macrobiótica o el new age, que no dejan de ser sino propuestas de higiene física y mental, con sus técnicas de aireación y baldeo.

Sin embargo, y al contrario de lo que ha ocurrido en el ámbito material, las corrientes higénicas no han tenido demasiado éxito en el ámbito político. Hasta entrado el siglo XXI, y más como resultado de la presión de los nuevos sistemas de comunicación universal que de una decantación ideológica, no se ha empezado a hablar de limpieza en los procesos internos*, de códigos éticos, de participación ciudadana real, de transparencia en la toma de decisiones. Partidos políticos y organizaciones sociales que han defendido la implantación de sistemas democráticos en las administraciones públicas no acaban de ver claro que la higiene democrática beneficie a sus intereses, así que hacen como que pasan la lejía, se afeitan la pelambre del alerón, se duchan ocasionalmente y se endomingan antes de las elecciones. Pero no acaban de tomarse en serio las ideas transformadoras, regeneradoras e higiénicas que en otros campos ya parecen de sentido común, como que la luz purifica, que hay que renovar el aire en los espacios cerrados y que conviene lavarse las manos después de limpiarse el culo. (Aunque no haga falta).

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*Conviene aclarar que, históricamente, las organizaciones comunistas han tenido una conciencia elevada de la limpieza interna, si bien lo que han dado en llamar «autocríticas» y «depuraciones» han tendido a rebasar ampliamente lo que se viene conociendo como higiene.

[Publicado el 18/07/2015 en ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS]

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Caríssima socialdemocracia

Después del fuego y la rueda, la socialdemocracia es el mejor invento de la humanidad. Es cierto que tiene sus inconvenientes, como su hipertrofia burocrática, su exhibicionismo sentimental o la asfixiante normalización del pensamiento público —que empuja a la hipercorrección política en todos los temas posibles, desde la sexualidad a la cría del jilguero— pero a cambio ofrece un sistema de protección social y de resolución de conflictos sin igual. Casi ni hace falta comparar.

Los países de regímenes liberales tratan a toda costa de dejar a su suerte al individuo, a veces con notable éxito, lo que genera sociedades altamente clasistas. Las sociedades premodernas, como la mayoría de los países árabes, ofrecen cierta seguridad e intervención caritativa a cambio de obediencia y sumisión, un feudalismo evolucionado que en algunos casos es directamente esclavismo. Por su parte, las experiencias revolucionarias, sean de obediencia comunista, fascista o neronista (a Kim Jong-un sólo le falta prender fuego a Pionyang mientras toca la lira) son más proclives a recurrir al pistolón y a los campos de concentración y exterminio como método de resolución de conflictos.

No hay sociedades que garanticen tanto la permeabilidad interclasista como las socialdemocracias. Siguen existiendo clases, pero es posible atravesarlas gracias a una educación que hasta pasada la adolescencia es prácticamente gratuita y que después está fuertemente subvencionada. Tampoco hay otros modelos sociales que se preocupen y ocupen tanto de la salud de sus ciudadanos.

A quienes braman —o más bien rezongan— contra el mercado y repiten que sufrimos un neoliberalismo feroz sólo hay que pasarles por el morro la tarjeta de la seguridad social y su carta de servicios: que miren y comparen y luego hablamos; porque podemos mejorar, vale, y de eso se trata, pero hay que seguir en ello. Ningún gobierno europeo, sea cual sea su inclinación ideológica, ha renunciado a las herramientas de la socialdemocracia para conseguir sociedades más justas: el estado de bienestar más o menos universal, con sus políticas de asistencia social, educación y sanidad; el reformismo gradualista frente a la revolución; la negociación colectiva frente al conflicto; la redistribución de rentas mediante políticas de solidaridad interclasista e interterritorial; las políticas de integración de las minorías… Todas ellas inicialmente «conflictivas» porque su funcionamiento necesita de la requisa inclemente y sistemática de una parte considerable de las rentas de los ciudadanos, eso que conocemos como impuestos. Sin embargo, han permitido construir un delicado edificio de servicios y ayuda mutua que ha cimentado un periodo de paz y de desarrollo espectaculares. Sin socialdemocracia (y sin el amigo americano) aún seguiríamos matándonos.

La socialdemocracia es la única ideología realmente operante en las administraciones europeas, pese a que haya gente, incluidos muchos liberales, que fingen no saberlo. Por eso llama tanto la atención que los socialistas menos ilustrados, cuando vienen mal dadas, se refugien en las tendencias proteccionistas y reaccionarias del nacionalismo o vuelvan los ojos hacia el fracaso criminal del comunismo. Aquí falla la acción didáctica entre las bases, compañeros; ya me diréis cómo váis a convencer a los votantes si no os lo creéis vosotros.

Pero dicho todo esto, hay que asumir que la socialdemocracia es un sistema muy caro. Económicamente carísimo y muy costoso en el mantenimiento de su maquinaria de negociación continua, de hilado fino y juego de equilibrios múltiples. Los que no saben engrasar el sistema, los torpes en diplomacia, en mano izquierda y en el arte del toreo, los bocazas, los chulos, y los cortos de entendederas (y no hago distinción de sexos) prefieren las soluciones tajantes, la bota de punta y el puño de hierro. O sea, lo contrario a la política, que no es el arte de ganar elecciones, como algunos pretenden, sino el de encontrar y ampliar las posiciones comunes.

No es posible gozar de los beneficios de la socialdemocracia sin asumir sus costes. Hay que pagar peaje renunciando a las imposiciones bravas y hay que pagar el coste aflojando el bolsillo, aunque proporcionalmente a los ingresos. Y, claro, para pagar hay que recaudar por tierra, mar y aire. Sin un sistema bien tejido de impuestos no hay recaudación justa y proporcional, pero tampoco redistribución de la riqueza ni ninguno de los servicios públicos que ya consideramos esenciales. El acuerdo, como siempre ocurre con los acuerdos, se alcanza negociándolo: qué das tú, qué doy yo y qué ganamos todos, que para perder no hace falta que acordemos nada.

Estas obviedades, tan básicas que las enseñan en las escuelas de primaria, estaría muy bien hablarlas como buenos colegas en los círculos de la plaza Sintagma, porque las soluciones alternativas están grabadas a cañonazos en las piedras. «¿Qué das tú, qué doy yo y qué ganamos todos?». Si todos perdemos, mal negocio.

[Publicado el 08 de julio de 2015 en ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS]

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Pitar el himno, quemar la bandera

Abordemos el asunto de las pitadas al himno o los «ultrajes» a las banderas dejando de lado los sentimientos. Partamos de la idea olímpica de que no nos afectan estos símbolos, que quedarían reducidos a musiquillas y trapos. Y obviemos el pequeño detalle de lo difícil que es creer a quien empieza su discurso diciendo algo así como «para mí toda bandera es un trapo» para, a continuación, defender el «derecho» a la iconoclastia. O son simples objetos o son símbolos. ¿Pero alguien se manifiesta contra los objetos? Porque reducidos a su condición de trapos y musiquillas (que es como los mansos los presentan para negar su condición de símbolos y, por tanto, para negar que sea punible vulnerarlos) se hace raro que decenas de miles se organicen, acopio de chiflos incluido, sólo para ofender al trapo y la musiquilla. «A las 12:00 en Zara Home, pásalo. ¡No al algodón! Luego nos manifestaremos ante una tienda de bandurrias. ¡Muera el do-re-sol-fa!».

Se afianza la convicción de que los miles de convocados a la protesta sí creen que el trapo y la musiquilla trascienden esa triste condición y que en realidad «representan» a otros y a sus valores. Es decir, que sólo valdrían dos hipótesis plausibles: a) que todos los que protestan son bobos por no darse cuenta de que se burlan de un trapo y una musiquilla o b) que son conscientes del mecanismo vudú que permite vejar a las personas ofendiendo a los símbolos que las representan, quizá por haber sufrido idéntica catarsis cuando otros han vulnerado su himno y su bandera, que para ellos no son ni musiquilla ni trapo.

No pretendo demostrar con esto, hipócrita lector —mon semblable, mon frère— que todos creemos de alguna manera en la magia simpática y que esta afecta tanto a nuestras pulsiones individuales como colectivas, sino tan sólo que somos, principalmente, seres sensitivos y que quizá por ello no sea tan absurdo como parece a primera vista establecer límites normativos a la exaltaciones emocionales. Los legisladores y hasta los jueces de ambos sexos también son personas humanas con sentimientos, como los gatitos y la foca monje, y han pensado en ello.

Pero —¡protesto, Señoría!— había dicho ya desde la primera línea que no iba a dejarme llevar por los sentimientos, así que ruego a las señoras y señores del Jurado que borren de su memoria los párrafos anteriores como si no los hubieran leído e incluso entendido, y que se aproximen con ojos y oídos nuevos, cual vírgenes de himen reconstruido, a las nuevas consideraciones.

Hemos sido adiestrados desde nuestra tierna infancia en valores como el respeto a nuestros semejantes y es por tanto lógico que nuestros hígados se inflamen al unísono por emociones compartidas (συν πάθος) al comprender las cualidades, necesidades e intereses de los otros. Amamos al próximo como a nosotros mismos. Incluso amamos también al lejano, especialmente si hace todo lo posible por seguir siéndolo y no molesta acercándose. ¡Qué bonito es el respeto y qué bonita es Barcelona, perla del Mediterráneo, con su cielo tan azul en invierno y en verano!

Pero el respeto, corazones, además de una virtud también puede ser una de las caras del miedo. Puede ocurrir que haya cosas e incluso personas que sin ser respetables sean respetadas, como aquellos que sin ser honrados son honorables. Se dan así raros fenómenos: que sea más coactiva una minoría de canallas que unas instituciones, porque los primeros están dispuestos a ejercer la violencia sin contemplaciones mientras los segundos ejercen el arte de sujetar la violencia a la política, que es en lo que consiste este juego. Ocurre así que los canallas despiertan «respeto» mientras que los dialogantes y/o melifluos producen rechazo. Ocurre que el miedo, el miedo cerval, el pánico a que nos rompan la cara o, literalmente, nos desmembren, lleva a que se niegue a «politizar» los espectáculos circenses mientras que desata actos de masiva valentía, pito en boca, para manifestar el enérgico rechazo… a quien renuncia a la coacción para hacer valer sus razones.

En fin, que todo se reduce como casi siempre a la mecánica de fluidos y sólo se trata de combinar hábilmente las válvulas que regulan la pedagogía, la coacción, la seguridad, el alimento, el trabajo, la casa, el entretenimiento y el tráfico, asuntos en los que, como en el fútbol, todos somos expertos por capilaridad. No me queda por tanto nada más que responder a las preguntas que han formulado en los últimos días algunas de nuestras mentes más preclaras, con el convencimiento de que mis respuestas no harán daño a nadie y serán ignoradas, como debe ocurrir con los silbidos que se pierden en el aire.

Podéis ir en paz.

PREGUNTAS Y RESPUESTAS (O ASÍ)

¿Es la pitada un delito?
Desde luego que no. Es una manifestación de la libertad de expresión y todos deberíamos tener la oportunidad de silbar en la puta mierda de estadio de tu puto pueblo de mierda, gilipollas.

¿Ha de renunciar el Estado a hacer pasar por el aro a las masas domesticadas por el fútbol?
Sin duda. Ya saben saltar. ¡Hop, hop! Venga, todos juntos. Ahora hagamos la ola. ¡Eup!

¿Ha de limitarse el Estado a proporcionar pan y circo, renunciando a la pedagogía?
Desde luego. Se empieza castigando unos pitos y se acaban cerrando los Conservatorios. El Estadio es sagrado; lo que sucede en el Estadio queda en el Estadio.

¿Deberían dejar de asistir las autoridades al Palco de Autoridades?
De cajón. Que se paguen el billete del fútbol de su bolsillo, se pongan una camiseta y se vayan al fondo sur, con el Pueblo.

¿Debería cambiarse el nombre de la Copa del Rey?
Por supuesto. La FIFA y la Federación Española de Fútbol deberían, en primer lugar, proclamar la República, y luego cambiar el nombre por Copa de la Amistad entre los Clubes del Estado (así se evitaría la palabra España que, como se sabe, causa espasmos traqueo-faríngeos con resultado de ahogamiento, fenómeno también estudiado entre quienes sufren convulsiones al intentar pronunciar Euskadi y hasta se desploman al vocalizar Euskal Herria o Cataluña).

¿Debería yo callarme?
De una puta vez.

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El «tamayazo» como debilidad de la conciencia (de clase)

Tengo una debilidad. ANTONIO MACHÍN.

El pánico de la izquierda a un acuerdo entre partidos que pudiera cerrar el paso a la elección de la segunda candidata más votada al Ayuntamiento de Madrid viene acompañado de alertas a un segundo «tamayazo». Como ya sabrá usted —y si no, aquí se lo contamos— el tamayazo fue un oscuro episodio protagonizado por la defección de dos socialistas madrileños de la corriente «Renovadores por la base», Eduardo Tamayo y Maria Teresa Saez, ambos con muchos años de militancia en el PSOE a sus espaldas, que no se presentaron a la votación que iba a permitir hacerse con el poder a una coalición formada entre la segunda y la tercera listas más votadas (el PP había obtenido 55 diputados, el PSOE 47 e Izquierda Unida 9). Los dos diputados alegaron no estar de acuerdo con este pacto.

Desde el primer momento, el PSOE dijo que se trataba de un caso de corrupción urbanística tras el que se encontraba el PP, pese a que todos los dedos (incluido el del secretario general del PSOE, José Blanco, que lo suspendió de militancia) señalaban a que el instigador de la traición era el líder de la corriente «Renovadores por la base», José Luis Balbás, descontento con las maniobras de los distintos sectores que pugnaban con hacerse con el control de la federación socialista madrileña (en cheli, «la FSM») y los cargos que se iban a repartir en el asalto a los cielos de 2003. La guerra de guerrillas en la FSM viene siendo histórica y basta recordar el último episodio, la defenestración realizada por Pedro Sánchez del secretario general del PSM y candidato a optar a la comunidad de Madrid, Tomás Gómez, ¡elegido en primarias!, y su sustitución por el viejo perdedor de 2003, Rafael Simancas; se alega que el motivo es la exposición mediática que le asocia a la corrupción por los sobrecostes del tranvía de Parla… y que las encuestas que manejaba Rafael Simancas eran muy negativas para Gómez. Supongo que el nuevo candiato —del que ya no recuerdo ni su cara ni su nombre— habrá superado con creces las previsiones dado que Pedro Sánchez se ha ufanado en haber logrado una gran victoria en las últimas elecciones y haber «alcanzado al PP». En fin, lean una visión poco edificante del campo de batalla presuntamente ideológico.

Recordarán que el resultado de aquel lío, tras varios meses de impasse sin que los socialistas lograran reconducir la crisis, y con comisión de investigación mediante, fue la convocatoria de nuevas elecciones que ganó por mayoría absoluta el PP.

Han pasado desde entonces casi 13 años y, aparte de las clásicas teorías de la conspiración, alusiones a tramas de corrupción inmobiliaria, artículos de prensa con diálogos de teléfonos pinchados y comparecencias en dewáteres televisivos, nadie ha dado una explicación de aquel sainete que sea más plausible que la explicación más sencilla: el reparto de poder iba a perjudicar a los desafectos y a los negocios que tenían previstos. La sóla idea de que la corrupción pueda anidar en la izquierda parece ser «no computable» por algunos cerebros que se ven obligados a señalar a la fuente directa del Mal, la delegación del Maligno en España, con despacho en la calle Génova.

Así, que los partidos de izquierda intenten un acuerdo para desbancar al Partido Popular de la alcaldía es «lo natural», mientras que un acuerdo en sentido contrario es «un tamayazo», por más que un tamayazo no pueda ser definido con propiedad sino como una «maniobra de distracción que acusa de corrupción a terceros para desviar la putrefacción de los propios o de uno mismo». En el fondo lo saben y por eso llaman un «tamayazo» al miedo a que la maniobra envolvente se sustancie en nuevo fracaso por debilidad propia; al miedo a que la derecha les haga una oferta que no sean capaces de rechazar; al miedo a caer de nuevo en brazos del pecado, de la ambición, del dinero, del Capital… de la Derecha; esa «derecha interior» que habita hasta en el corazón de acero (stalin) del obrero siderometalúrgico. La carne ideológica es débil, camarada.

Y ahora, antes de que a usted, lector de la izquierda prístina, le suba la indignación como a Juan Luis Guerra le subía la bilirrubina, hágase dos preguntas muy sencillas. ¿Tiene derecho la izquierda a buscar alianzas para desbancar al partido de derechas más votado? (Si / No). ¿Tiene derecho la derecha a buscar alianzas para desbancar al partido de izquierdas más votado? (Si / No). Si las respuestas son contradictorias, tiene usted un pequeño problema con la democracia y no sé que hago yo aquí perdiendo el tiempo, o sea.

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Una (e)lección griega

Para ganar por mayoría absoluta es necesario tejer un cuerpo electoral transversal. Esto exige identificar con claridad un enemigo que aglutine el descontento y que lo convierta en chivo expiatorio del malestar. Es siempre preferible que ese enemigo sea exterior pues de lo contrario se corre el riesgo de desmovilizar a parte del electorado que puede sentirse identificado.

El caso de la victoria de Zapatero es paradigmático: una vez consolidada en el electorado la correspondencia Aznar = Bush > Guerra > Terrorismo Islamista > 192 muertos, quedó claro contra qué se votaba; daba igual que aquello fueran unas elecciones generales o que Aznar ni siquiera se presentase a ellas. También lo consiguió años después el Partido Popular identificando crisis económica, corrupción, derroche y paro con el PSOE; en este caso se trataba de una reedición del mensaje que permitió anteriormente la mayoría absoluta de Aznar y la caída del gobierno de Felipe González. (Por cierto, el cuerpo electoral ha comprado varias veces este mensaje por lo que el PSOE debería espabilar y aprender de una vez por todas que este es el terreno ideológico en donde debe combatir en lugar de seguir girando eternamente a la izquierda, que parece encerrado en un giro perpetuo sobre la rotonda de su propio ombligo. Bah, no me agradezcan el consejo, soy así de generoso).

Ahora acabamos de ver cómo Syriza ha rozado la mayoría absoluta con el mismo método, identificando como enemigos a batir la crisis económica, las políticas neoliberales y la austeridad, es decir, proponiendo un mayor endeudamiento (un imposible, dado que la deuda soberana helena está al nivel de los bonos basura), programa en el que ha coincidido con otros partidos. El cuerpo electoral ha comprado masivamente el mensaje de que ellos no tienen nada que ver con los problemas que les aquejan y ha apartado a quienes les han prometido un futuro venturoso si pagan sus deudas y racionalizan la administración pública y la economía. El estado de ánimo electoral lo resumió perfectamente ante las cámaras del Telediario de TVE una señora que mostró su monedero vació: votaré a quien me lo llene. De momento han votado a quienes han prometido que no se lo van a vaciar más.

Ya sabíamos que era más fácil comprar una mentira verosimil (no pagar la deuda actual, permanecer en la zona euro y, sorprendentemente, endeudarse más para revitalizar la economía) que un relato inverosimil de austeridad, penalidades y trabajo con final feliz. Pero también sabemos lo difícil que resulta gestionar una mentira colectiva si no se dispone de los mecanismos represivos de una dictadura.

Mal asunto, muchachos. Habéis sacado pecho proclamando que fuisteis los inventores de la democracia (δημοκρατία) pero siempre se os olvida decir que duró poco, que tuvisteis el mismo o mayor éxito con el falangismo espartano y que en lo que sois auténticos maestros es en otro de vuestros grandes inventos, la demagogia (δημαγογία). Suerte. Vais a necesitarla.

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Modelos retrógrados

La centrifugación, queridos niños, consiste en separar sólidos y líquidos por medio de un movimiento mecánico de rotación acelerada. Las partículas más densas se sedimentan mientras que los líquidos se desplazan hacia el exterior del eje de rotación. Así funciona el centrifugado de la lavadora, se separan los isótopos de uranio o se obtienen tras molienda algunos aceites de oliva que ciertos caraduras pretenden luego vendernos como “virgen”.

Siempre he lamentado que las disciplinas conocidas como Humanidades (historia, filosofía, antropología, política…) no pudieran disponer de medios mecánicos de batalla, como sierras, martillos, barrenos o centrifugadoras. Podríamos tomar así cualquier fenómeno, no sé, los nuevos secesionismos y euroescepticismos europeos o las revoluciones árabes y, tras someterlos a sierra, martillo y barreno, introducirlos en la centrifugadora para ver cómo decantan las ideas y se separan las chorradas líricas, digo líquidas. Quedaría sustanciado el meollo ideológico en un sedimento reconocible y clasificable por sus grados de consistencia, acidez, toxicidad y hasta color.
—Ha salido de color marrón grisáceo.
—Eso va a ser nacionalismo mezclado con algo. Aumente las revoluciones. El nacionalismo es lo más pesado; una vez decantado échelo al cubo marrón grande. Luego centrifugue el resto, a ver qué encontramos ahí.

Lamentablemente no hay técnicas tan objetivas y, ante la ausencia de motosierras para desbrozar los perifollos, hay que devanarse las meninges para distinguir las ideas de fondo, en caso de que las haya. Aunque también se puede utilizar un mecanismo inverso, un modelo preventivo. Por ejemplo, declarar como venenoso cualquier producto social o político que tenga en su composición más de una cuarta parte de elementos tóxicos. O, no sé, que un Gobierno o Parlamento conformado mediante una selección del personal por medio del fusilamiento no es homologable a los estándares ISO y DIN. Yo creo que nos evitaríamos así muchos desengaños y mucha palabrería.

A mí, por ejemplo, me cuesta creer el relato simplificado de que en Ucrania se esté produciendo un enfrentamiento entre una visión paneuropea y un zarismo prorruso. Mediante el modelo mecánico, una vez centrifugada la información ideológica y económica, lo que aparecen son restos decantados claramente marrones que permiten interpretar el enfrentamiento étnico como una lucha entre dos nacionalismos por el monopolio del botín. Y mediante el modelo preventivo, es fácil aventurar que un gobierno conseguido tras un golpe de estado contra un gobierno elegido en las urnas (sea o no el presidente electo un chorizo) sólo puede ser el germen de un desastre.

La solución es siempre el sistema democrático. Ya sé que el personal más bizarro suele preferir las soluciones armadas, pero es por falta de lecturas, carencia de empatía y exceso de testiculina. Ya me gustaría no tener que haberlo dicho, pero es que el contrato me impide mentir.

La transición española, por mucho que les pese a los nacionalismos monotemáticos, sigue siendo un buen modelo de convivencia incluso para Ucrania. No es normal que en un país con un 30% de población de idioma ruso, el único idioma oficial sea el ucraniano. Ya sé que se ha dado la vuelta la tortilla, pero quizá no sea momento de hacer tortillas, que siempre hay que romper huevos. Quizá sea menos traumático optar por modelos de respeto cultural, por sistemas de poder distribuido y por un sistema constitucional sólido y consensuado, para que todo el mundo se sienta representado sin tener que recurrir al kalashnikov.

No digo esto, francamente, con la intención de que lo lean en Kiev. Tampoco tengo mucha confianza en que las palabras sirvan para mucho si no van acompañadas de grandes argumentos disuasorios. Pero sí me conformaría con que algunos de los que nadan y guardan la ropa se decidiera algún día a nadar en pelotas defendiendo firmemente el modelo democrático y autonómico como un gran sistema de encaje, de equilibrios y de convivencia, pese a todas sus disfunciones. Porque la alternativa vienen siendo los modelos ucranianos, sirios o egipcios de resolución de conflictos. Modelos que pasados por la centrifugadora tienden a sedimentar en un gran marrón.

[Publicado el 04/05/2014 en El Diario Norte]

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Sobredosis de ficciones

Decía Antonio Rivera hace unos días en este mismo periódico, en un artículo rebosante de ideas—y de cuyo cinismo de fondo no creo que sea consciente ni él mismo— que es urgente elaborar nuevos relatos, mitos o “mentiras” fundacionales que nos cohesionen socialmente como comunidad en un momento en el que el mito de la democracia se resquebraja. Construida sobre la falacia de que pueden ser iguales en derechos quienes no lo son en recursos, la democracia liberal sigue soportando grandes niveles de desigualdad y corrupción y permite que determinados estamentos mangoneen. Sostiene Rivera que el sistema se mantiene porque la ciudadanía es capaz de asumir sus mentiras siempre que disfrute de beneficios económicos, pero que si estos desaparecen, las mentiras se vuelven insoportables. El resultado es la desafección, el desprecio a los representantes y la quiebra del sistema democrático.

Como dijo Blas de Otero en un hermoso poema en prosa, “esto no es triste porque es verdad”. Las sociedades humanas no son sino agrupaciones de beneficiarios que conviven en armonía mientras el beneficio se reparta, aunque sea de manera desigual, pero que se vuelven hostiles cuando, en lugar de recibir, toca aportar. Sólo la promesa de un futuro venturoso hace la espera soportable. Sin esperanza, las crisis estallan.

Lo que ocurre es que este panorama no es exclusivo de la democracia liberal. La igualdad de derechos sigue siendo un objetivo pendiente de cualquier asociación humana y las que más presumen de igualitarias suelen ser, precisamente, las que establecen los más férreos controles jerárquicos y disciplinarios para que esa igualdad sea tan sólo aparente y siempre al precio de la anulación de las libertades, de la crítica y del individuo. En cuanto a la otra igualdad, la de los recursos, sí que entra en el territorio del mito y la utopía, palabra que, como todo el mundo sabe, significa tanto “un buen lugar” como “en ningún lugar”.

Es precisamente la democracia liberal el único sistema que, hasta la fecha, regula sus métodos de regeneración de forma pública. El único que permite que la desafección hacia el propio régimen tenga cauces legales para manifestarse. El único que admite que los desafectos puedan llegar al poder por el procedimiento de ser mayoría y ganar unas elecciones.

Por eso es absolutamente normal y hasta previsible que quienes fingían aceptar la monarquía por su labor diplomática y vagamente decorativa, se vuelvan republicanos al descubrirse el choriceo o la afición del monarca por disparar a Dumbo o al oso Yogi.

Como también es normal, aunque triste, que los defensores de la responsabilidad social y de la distribución solidaria de la riqueza tengan que amputarse a machetazos una cooperativa no viable, como ha tenido que hacer la Corporación Mondragón con Fagor Electrodomésticos. ¿Quiere esto decir que el cooperativismo está en crisis? Claro, como siempre. Pero sobre todo nos dice que es capaz de afrontar sus problemas, ofrecer soluciones y activar sus mecanismos de solidaridad para saber estar a las duras y a las maduras sin renunciar a su modelo.

Es en las situaciones de crisis cuando las grandes ideas que han dado forma al pensamiento humanista —comunidad, solidaridad o, ejem, sanidad— se ponen a prueba y en donde aparece lo mejor y lo peor de la especie y de sus organizaciones.

Es precisamente en estos momentos cuando el nacionalismo, es decir, la ideología de los propietarios autóctonos remisos a socializar los beneficios, florece. En época de vacas gordas participa en el paripé, aunque poniendo de vez en cuando cara de asquito, como si le olieran los dineros que recauda en el negocio de urinarios. Pero cuando toca estar a las duras, es decir, cuando toca hacer efectiva la solidaridad real con los no autóctonos, renunciando al beneficio y participando en las pérdidas, es cuando los hechos diferenciales entran en erección, digo erupción, y todas las soluciones pasan por soltar lastre. Se hablará de problemas entre naciones y países, pero se trata siempre de dinero, de money, de pasta, de guita, de la pela; el resto es simulacro. Los independentistas catalanes, vascos o escoceses, o esos euroescépticos británicos que tanta gracia hacen cuando eructan “verdades” como puñetazos —como hacía aquel Gil y Gil, tan simpático— podrán cantar todas las milongas que quieran, pero en ultima instancia sabemos que en su proyecto ombligocéntrico sobran todos menos ellos.

En fin, ni siquiera organizaciones presuntamente solidarias como los sindicatos se dan por aludidas en momentos de crisis por propuestas audaces como el reparto del trabajo: trabajar menos para que trabajen más personas. Cuando fingen aceptarlas lo hacen con condiciones surrealistas, «vale, pero sin bajar los sueldos», que es como una reedición del milagro de los panes y los peces pero con vacaciones pagadas y cesta de navidad.

¿Necesitamos realmente nuevas mentiras? ¿Nuevos mitos fundacionales para sostener la ilusión de la democracia como comunidad de intereses? Lo dudo mucho. Creo más bien que de lo que estamos hartos es de ficciones y simulacros. La vida política parece haberse vaciado de grandes proyectos y de ideas nobles para convertirse en una representación, en una especie de juego de machos en donde los aspavientos y la exhibición de cornamentas ocupan el lugar de los debates para alcanzar acuerdos. Y no hay alternativa a la búsqueda de acuerdos entre diferentes posiciones que no sea la lucha y, en última instancia, la guerra.

No soy tan ingenuo como para no darme cuenta de que el comportamiento humano, como el del resto de predadores, se basa en relaciones de dominio. Que formamos sociedades jerarquizadas y que tendemos a elaborar concepciones agónicas de la realidad; que nuestras fantasías, incluidas las artísticas, están repletas de batallas, luchas, triunfos y derrotas. Por eso me parece tan lírico y edificante el intento de un sistema de convivencia basado en el acuerdo, en la idea de que todo el mundo, buscando su propio beneficio y el de su grupo, contribuye al bien general. Tan sólo se trata de regularlo con eficacia, honestidad y transparencia para evitar los comportamientos destructivos y depredadores. Por mucho que lo intento no se me ocurre un sueño más razonable y posible. Ni más utópico.

[Publicado en El Diario Norte el 12/01/2014]

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Tarjeta amarilla a Egipto

La democracia requiere de un poco de entrenamiento para que funcione bien. A veces el personal se confunde. Como no sabe para qué sirve ni conoce sus reglas de funcionamiento, acaba estropeándolo todo. Es lo que está ocurriendo ahora en Egipto. Habrá que esperar a comprobar si el golpe de estado persigue realmente consolidar el sistema democrático o sólo se trata de una maniobra para situar en el poder al dictador de turno o a una marioneta.

El país, definido en su anterior constitución como el Estado Democrático Socialista de Egipto, funcionó durante las últimas décadas con ciertas simulaciones democráticas. Ya se sabe que la palabra democracia es polisémica y no significa lo mismo en Washington que en Moscú, París o Pionyang. Egipto, quizá por aparentar ser más progresista que la República Popular Democrática de Corea, consintió los partidos políticos y la celebración de elecciones periódicas para elegir representantes a su Parlamento. También admitió la elección directa del Presidente de la República, aunque sólo se podía presentar un candidato que siempre era del Partido Nacional Democrático. Son estos pequeños detalles los que inducían a la sospecha de que democracia, lo que se dice democracia, no era. Así fue como Hosni Mubarak, que siempre salía elegido por ‘abrumadora mayoría’,estuvo a punto de momificarse en el cargo.

En febrero de 2011 las revueltas populares depusieron a Mubarak y en junio de 2012, en las primeras elecciones auténticamente libres, salió elegido Mohamed Morsi, que acaba de ser destituido por un golpe de estado cuando apenas ha resistido un año en el poder y sólo le ha dado tiempo a fundar la República Árabe de Egipto.

Para quienes lo ignoren, Morsi es el representante de la deplorable Sociedad de los Hermanos Musulmanes, cuyo sueño es la creación de un califato islámico regido por la ley coránica. El movimiento integrista lleva años sumido en un proceso de debate interno, decidiendo si funda un partido político tradicional o si se dedica a lo que realmente moviliza a sus militantes, arrojar a los cocodrilos del Nilo a los cristianos coptos y a los turistas. Es normal que no les haya dado tiempo a gobernar. Además se han mostrado incapaces de reactivar la economía del país y no se les ha visto mucha motivación por transformar Egipto en un estado moderno.

En teoría, la revuelta contra Morsi aparenta reclamar mayor apertura y participación en el gobierno, y todos los grupos opositores se han apresurado a apoyar a unos militares que, como es habitual en estos casos, han prometido convocar elecciones. El golpe se ha justificado por la incapacidad del gobierno de dar respuesta al levantamiento popular y se adorna con las promesas de un futuro pacífico y unas elecciones sin trampas, pero tiene el pequeño problema de credibilidad de haberse realizado contra un gobierno salido de las primeras y únicas elecciones democráticas celebradas en Egipto. Son estos detalles los que desmoralizan a los escépticos.

El país difícilmente podrá recuperarse si no regresan, como las crecidas del Nilo, las inundaciones periódicas de turistas. Y no lo harán si el islamismo no renuncia a su pretensión de regular toda la existencia humana bajo una moralidad religiosa primitiva; y perdón por el pleonasmo.

Pero no sólo a los integristas religiosos les queda mucho camino por recorrer. También tendrá que avanzar mucho una sociedad estúpida, retrasada y machista que ha evidenciado su cara más repugnante violando en grupo a las mujeres que acudían a las manifestaciones. Aquí hay mucho trabajo para las organizaciones civiles, los organismos internacionales y los partidos políticos. Aunque no estaría mal empezar por reformar un sistema educativo que es incapaz de garantizar una mínima igualdad, en instrucción y en trato, para hombres y para mujeres.

Y una de las cosas que habrá que enseñar es que la democracia no es sólo un mecanismo de representación política; es un sistema. Un sistema de organización social en donde el poder no reside ni en los partidos políticos, ni en el ejército, ni en la religión, sino en el conjunto de las personas. Un sistema en donde todos los individuos, independientemente de su sexo, sus creencias o su origen, tienen la misma dignidad y son depositarios de los mismos derechos. Un sistema que, independientemente de qué partido gane o pierda las elecciones, tiene como objetivo que se beneficie toda la sociedad en su conjunto.

Son ideas ciertamente sutiles y un tanto complejas, pero si todo el mundo ha logrado entender el fútbol y ha llegado a admitir que no vale cambiar las reglas del juego cuando vas perdiendo, aún queda esperanza. Si la ONU, la UNESCO, la OCDE, la OMC o la dicharachera Alianza de las Civilizaciones son incapaces de propagar y hacer respetar estas ideas, que envíen a los árbitros de la FIFA con sus tarjetas rojas. Y que expulsen del campo para siempre a la gentuza.

[Publicado en El Diario Norte el 4 de julio de 2013]

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Rico en fibra (moral)

Desde el advenimiento del último barómetro del CIS, en donde el personal confiesa que sus principales preocupaciones son el paro (80,7 %), la economía (35,5 %) y los políticos y sus partidos (29,4 %), se ha producido una eclosión primaveral de artículos con propuestas de regeneración democrática para recuperar la credibilidad de la política. Bien. Me parece muy buena señal que dejemos lo del paro y la crisis económica a los profesionales alemanes y nos dediquemos a lo que verdaderamente está en nuestras manos, o sea, a barrer el chiringuito. A cada cual lo suyo. Si no podemos arreglar el mundo, al menos arreglemos lo nuestro, corazón.

Como he nacido con afán de servicio a las masas resumiré las propuestas en una, que tampoco es  cuestión de abrumar. Todas las medidas organizativas, económicas y éticas propuestas se resumen en una idea, el afecto y confianza de la población sólo puede recuperarse con transparencia en el funcionamiento, financiación y toma de decisiones de los partidos, organizaciones sociales y administraciones públicas.

La idea se entenderá mejor si le damos la vuelta. Lo contrario de la transparencia, es decir, lo contrario del funcionamiento y la toma de decisiones explícitas, claras, públicas y sin doblez, es la opacidad. Funcionar con opacidad es tomar decisiones con condicionantes que se ocultan, no se explican ni a los propios correligionarios y no se transmiten a la población. Es el caldo de cultivo de la especulación y del mamoneo, de la arbitrariedad y de la corrupción. Es lo que aborrecemos.

Por el contrario, la transparencia es la virtud del que no tiene nada que ocultar y se muestra tal como es. Los partidos transparentes eligen a sus candidatos en procesos limpios de libre concurrencia (elecciones primarias) y estos se muestran tal cual son, ni tunean su currículo con estudios incompletos ni se atribuyen méritos que no les corresponden. Sus cuentas son claras, públicas, publicadas y accesibles, y no consisten en un archivo en formato crudo, comprimido en un ‘zip’, escondido en la letra pequeña de la esquina de una página web perdida en el hiperespacio.

Las cuentas recogen toda la financiación, la que viene de cuotas y sueldos, la que viene por vía directa de subvención administrativa, la que proviene de donaciones, y la que llega disfrazada de lagarterana por vías exóticas, sean oenegés, fundaciones, consultoría o publicidad. No valen los sobres anónimos. Las cuentas se auditan externamente y los políticos publican su patrimonio. Además, cuando se descubre a un distraído moral especialista en comisiones (tres para el partido y dos para su bolsillo) se le pone de patitas en la calle y se denuncia a la Justicia. Sin vacilación; los chorizos a la charcutería.

Por lo demás, reina el diálogo, hay debate sin marrullería, participación sin obligación, disciplina sin obediencia, representación paritaria y respeto por las corrientes críticas, minoritarias o folklóricas. Nadie acumula cargos ni se profesionaliza viviendo del partido y cuando se llega al poder (¡oh, at last, the Power!) se produce una separación rigurosa entre los intereses del partido y los del gobierno y todo se vuelve dedicación al interés público y general. Acabado el período de servicio público, el buen político regresa a su vida privada, suenan los violines y en una puesta de sol preciosa aparece el rótulo de The End.

A ver, ¿dónde hay que firmar? Porque como representación ideal me convence bastante. El único problema es que, hasta la fecha, se predica mucho y se da poco trigo. Se han puesto en marcha muy interesantes medidas de transparencia en el ámbito público, pero queda mucho por hacer y, sobre todo, falta aplicar el discurso a la fontanería partidista. El líder o lideresa que se aplique a limpiar la casa, a jubilar a unos cuantos listos, y a transmitir el mensaje de la renovación por medio de los hechos, habrá ganado muchos puntos de confianza. Una casa bien barrida y adecentada dice mucho de las costumbres higiénicas de sus habitantes.

Pero lo que no vale es vender limpieza para el ámbito público y seguir haciéndose el distraído en el cotarro propio. A las masas, normalmente, nos la suelen dar con queso, pero no siempre, ni siempre los mismos, ni todas las veces. Queremos promesas, sí, que ya nos hemos hartado de realidades, pero queremos promesas creíbles y realizables y líderes con menos discurso y más fibra. Líderes mineralizados y supervitaminados que actúen con sensatez y no nos traten como idiotas. Yo tengo en mi mano un voto y se lo daré al mejor postor. Ahora espabilen y véndanme la moto, pero rápido, que las masas tenemos mejores cosas que hacer que perder el tiempo oyendo discursitos.

[Publicado en El Diario Norte el 12 de mayo de 2013]

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Hay que venir llorados

Vamos a ver, en principio prefiero la democracia a la dictadura. Y también al final. Y en medio, ni te cuento. A la obsesión de las dictaduras por matar masivamente a la gente o encerrarla hasta que se pudran no le veo muchas virtudes. Entiendo que haya personas a quienes les ponga el temita de las banderas, los himnos, la vigilancia, las pistolas, las líneas rectas, los culos prietos, pero yo soy más de pasear por los bulevares y sentarme en las terrazas sin tener que preocuparme de los chivatos y los asesinos. Se vive más descansado, creo yo. Por eso no entiendo esta obsesión que les ha dado a algunos por renegar de la democracia. Que una cosa será intentar cambiar el malfuncionamiento de la economía o los excesos de las malas políticas y otra cargarse el único modelo de convivencia que ha funcionado más o menos bien en este país en los últimos siglos. ¿He dicho siglos? Pongamos milenios.

Es cierto que allá por la transición, cuando anhelábamos un mundo más limpio, elegante y justo, se frustró el sueño de algunos de montar una República Democrática Popular modelo Kim Il Sung, pero es que las masas no estábamos por la labor. Ahora me parece que tampoco. Es lo que tenemos las masas, que somos más del jijí-jajá que del campo de reeducación. Nos garantizan el pan y el circo y nos damos al disfrute. El problema es el pan, claro.

Hay que acostumbrarse a que en los períodos de descontento medren los cantamañanas. Pero también conviene acostumbrarse a que, en la política, las cosas no siempre van por donde queremos. Bueno, en política y en todo lo demás; yo siempre quise ser zurdo, de ojos azules y escribir trovas en galaico-portugués, pero esto es lo que hay.

La democracia tiene el pequeño inconveniente de que los asuntos deben negociarse. Tiene que doler que uno vaya con toda su buena voluntad a construir un Palacio de Congresos del tamaño de la pirámide de Kéops y la jodida oposición te diga que lo que quiere es una guardería o un frontón. O que tengas un proyecto cojonudo para conseguir la reactivación de la economía mundial desde una perspectiva ecológica y sostenible con caja de cambios secuencial de ocho velocidades y marcha atrás y no te tomen en serio. Debe ser muy ingrato no contar con mayoría para sacar adelante los proyectos y tener que negociar. Pero en eso consiste el juego.

La idea del invento democrático se basa en que es legítimo defender los proyectos propios en libre concurrencia con otros proyectos y que en el juego de intereses contrapuestos es la sociedad en su conjunto la que sale beneficiada. Que si vosotros queréis construir un heliopuerto para subir a la parte alta de la ciudad, ellos una autopista de seis carriles y aquellos un teleférico, quizás negociando os tengáis que poner de acuerdo en arreglar las aceras y poner barandillas en las escaleras. Nadie lo gana todo, pero todos ganamos un poco.

Ya sé que todo esto suena muy bonito y que es como de primero de enseñanza secundaria, pero es que así está el nivel. Es un poco triste tener que ir de maestro Ciruela recordando que, sin democracia, las sociedades humanas tienden inexorablemente al baño de sangre. Que está muy bien que los listos estén convencidos de tener soluciones imaginativas y radicales para todos nuestros males, pero que las pasen por el filtro de las urnas, que tal vez descubran que las masas prefieren —como me ocurría a mí con las novias— azotarles con el látigo de su indiferencia. Y si no les gusta, ajo y agua, que a la política en particular, como a la vida en general, hay que venir ya llorados.

[Publicado en El Diario Norte el 04 de mayo de 2013]