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Asuntos propios

Artur Mas, presidente de Comunidad Autónoma de Cataluña, ha intentado desvincular la afición de la familia Pujol a los paraísos fiscales y al cobro de comisiones de su militancia política y pública con un diagnóstico audaz: «Es un tema estrictamente privado, personal y familiar, que no tiene nada que ver ni con Convergencia ni con el partido». Es verdad, nada que ver, especialmente si no miras. Si haces como los tres monos sabios no te enteras ni de que tu padre tenía cuentas en Liechtenstein. Porque vamos a ver, listos, que sois unos listos, ¿quién no tiene un padre que ha ocultado sus cuentas bancarias en paraísos fiscales?, ¿eh? Si es que las masas criticamos por criticar y sólo vemos la paja ajena, o sea.

Artur Mas no se entera de estas cosas de puro bueno. Está tan dedicado a hacer nación las veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año, que le roban la cartera hasta los chiquillos. Porque ya me dirán que no es mala suerte que siendo uno Consejero de Economía y Finanzas y Consejero Primero de la Generalidad te chuleen los impuestos tu propio padre y el Muy Honorable Jordi Pujol, presidente por partida doble (del partido Convergència Democràtica de Catalunya y del Gobierno de la Generalidad). Es que no estamos a lo que hay que estar.

Sugieren las malas lenguas que estas son costumbres hondamente arraigadas en ciertos hombres de honor del ámbito mediterráneo, pero ya me dirán qué tiene que ver la evasión de impuestos, el fraude fiscal o el cobro de comisiones por adjudicación de obra pública con las actividades de la Onorata società. Si es que son ganas de buscarle los tres pies al gato.

Sin embargo, sí hay teorías y prácticas políticas que fomentan estos comportamientos. Lo que distingue al nacionalismo de otras doctrinas políticas es su pretensión de convertir los asuntos públicos en asuntos privados. Mientras otras ideologías tratan de establecer reglas comunes y principios de ciudadanía y justicia universales, el nacionalismo es la doctrina política de lo particular, de la ciudadanía restringida a los propios, de las señas de identidad particularizadas, del nosotros y de lo nuestro. O sea, la lógica del clan familiar pero ampliada con himno, tipos con porra y banda de música.

Lo propio de nacionalismos y regionalismos es la apropiación de la administración pública, de particularizar los impuestos con exenciones apropiadas para los propios, de pretender moralidad propia o iglesia propia y obispos propios, de diseñar un acceso privilegiado de los propios a la cosa pública y al negociete, o sea, de la sustracción y apropiación de lo común. Y, cómo no, de justicia propia y particularizada a los asuntos propios con penas propias y apropiadas a los intereses propios. Se podrá decorar la cosa con literatura, cultura, folkclore y amor a la gastronomía y al paisaje, pero —como ya explicaron el viejo Karl y Philip Marlowe— es la economía la que mueve al mundo. Busca el rastro de la pasta y encontrarás la explicación a los enigmas más notables (incluido el de esos socialistas y comunistas que vienen evolucionando grácilmente de lo universal a lo particular y de la democracia a la cleptocracia).

En fin, corazones, qué más decir. El Presidente Pujol ha reconocido 34 años de mamoneo y sustracción de la caja común para incremento de la propia (aunque la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal sospecha de más de 600 millones en paraísos fiscales). Construyendo nación. Está pasando, lo estás viendo. Y el nuevo Molt Honorable dice que no tiene nada que ver, que son cosas que pasan hasta en las mejores famiglias.

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Modelos retrógrados

La centrifugación, queridos niños, consiste en separar sólidos y líquidos por medio de un movimiento mecánico de rotación acelerada. Las partículas más densas se sedimentan mientras que los líquidos se desplazan hacia el exterior del eje de rotación. Así funciona el centrifugado de la lavadora, se separan los isótopos de uranio o se obtienen tras molienda algunos aceites de oliva que ciertos caraduras pretenden luego vendernos como “virgen”.

Siempre he lamentado que las disciplinas conocidas como Humanidades (historia, filosofía, antropología, política…) no pudieran disponer de medios mecánicos de batalla, como sierras, martillos, barrenos o centrifugadoras. Podríamos tomar así cualquier fenómeno, no sé, los nuevos secesionismos y euroescepticismos europeos o las revoluciones árabes y, tras someterlos a sierra, martillo y barreno, introducirlos en la centrifugadora para ver cómo decantan las ideas y se separan las chorradas líricas, digo líquidas. Quedaría sustanciado el meollo ideológico en un sedimento reconocible y clasificable por sus grados de consistencia, acidez, toxicidad y hasta color.
—Ha salido de color marrón grisáceo.
—Eso va a ser nacionalismo mezclado con algo. Aumente las revoluciones. El nacionalismo es lo más pesado; una vez decantado échelo al cubo marrón grande. Luego centrifugue el resto, a ver qué encontramos ahí.

Lamentablemente no hay técnicas tan objetivas y, ante la ausencia de motosierras para desbrozar los perifollos, hay que devanarse las meninges para distinguir las ideas de fondo, en caso de que las haya. Aunque también se puede utilizar un mecanismo inverso, un modelo preventivo. Por ejemplo, declarar como venenoso cualquier producto social o político que tenga en su composición más de una cuarta parte de elementos tóxicos. O, no sé, que un Gobierno o Parlamento conformado mediante una selección del personal por medio del fusilamiento no es homologable a los estándares ISO y DIN. Yo creo que nos evitaríamos así muchos desengaños y mucha palabrería.

A mí, por ejemplo, me cuesta creer el relato simplificado de que en Ucrania se esté produciendo un enfrentamiento entre una visión paneuropea y un zarismo prorruso. Mediante el modelo mecánico, una vez centrifugada la información ideológica y económica, lo que aparecen son restos decantados claramente marrones que permiten interpretar el enfrentamiento étnico como una lucha entre dos nacionalismos por el monopolio del botín. Y mediante el modelo preventivo, es fácil aventurar que un gobierno conseguido tras un golpe de estado contra un gobierno elegido en las urnas (sea o no el presidente electo un chorizo) sólo puede ser el germen de un desastre.

La solución es siempre el sistema democrático. Ya sé que el personal más bizarro suele preferir las soluciones armadas, pero es por falta de lecturas, carencia de empatía y exceso de testiculina. Ya me gustaría no tener que haberlo dicho, pero es que el contrato me impide mentir.

La transición española, por mucho que les pese a los nacionalismos monotemáticos, sigue siendo un buen modelo de convivencia incluso para Ucrania. No es normal que en un país con un 30% de población de idioma ruso, el único idioma oficial sea el ucraniano. Ya sé que se ha dado la vuelta la tortilla, pero quizá no sea momento de hacer tortillas, que siempre hay que romper huevos. Quizá sea menos traumático optar por modelos de respeto cultural, por sistemas de poder distribuido y por un sistema constitucional sólido y consensuado, para que todo el mundo se sienta representado sin tener que recurrir al kalashnikov.

No digo esto, francamente, con la intención de que lo lean en Kiev. Tampoco tengo mucha confianza en que las palabras sirvan para mucho si no van acompañadas de grandes argumentos disuasorios. Pero sí me conformaría con que algunos de los que nadan y guardan la ropa se decidiera algún día a nadar en pelotas defendiendo firmemente el modelo democrático y autonómico como un gran sistema de encaje, de equilibrios y de convivencia, pese a todas sus disfunciones. Porque la alternativa vienen siendo los modelos ucranianos, sirios o egipcios de resolución de conflictos. Modelos que pasados por la centrifugadora tienden a sedimentar en un gran marrón.

[Publicado el 04/05/2014 en El Diario Norte]

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Naciones, las justas

universal800En la discusión política, uno de los recursos retóricos que más me irrita es el que proclama que todos somos nacionalistas de uno u otro signo. Todo se reduciría a elegir identidad y nación, como se elige equipo de fútbol, y ¡a jugaaaar! En realidad ni siquiera es necesario elegir, porque la mezcla de humores, olores, signos, gruñidos, tañidos, colores, acordes y mensajes que compone el folkclore de la manada permite estabular con bastante eficacia a cualquier humano semoviente.

La ventaja de esta condensación de la participación política es que es más simple que el mecanismo de un botijo. Las posturas políticas se basan en el lugar de nacimiento y el único matiz es que, si has nacido en un barrio de emigrantes tienes cierta justificación para sentirte nacionalista de otra nación… traidor de mierda. Como suelen resumir con precisión esos grandes pensadores que juegan al fútbol, todo se reduce a la «fidelidad a los colores» o al «respeto al escudo». Fácil.

Vaya por delante mi total consideración a quienes sienten así la política y actúan en consecuencia a la hora de elegir bando, elegir alcalde, elegir música o elegir el plan de estudios del colegio de sus hijos. Yo respeto a todas las criaturas del Señor, a la hermana oveja y al hermano lobo, a la hermana zarigüeya y al hermano zorro, a la hermana gallina y al hermano quebrantahuesos. Pero mis adhesiones identitarias juegan en otra liga.

Es cierto que no puedo resistirme a la rotunda expresividad de mi lengua materna, que me gustan la morcilla, el chorizo, el arroz en paella y el chicharro al horno con ajos y guindillas, pero incluso estas potentes señas de identidad quedan absolutamente ahogadas por el poderoso torrente cultural greco-latino que me ha nutrido, por el influjo ideológico de las revoluciones francesa y norteamericana, y por la inundación torrencial de la olla cultural estadounidense.

Yo soy hijo del cine, del pop, de las novelas de detectives, del automóvil, de las bibliotecas públicas, de las lecturas desordenadas, de la tecnología informática y de internet. Mis iguales no son esos paleorrománticos tradicionalistas cuyas aspiraciones se resumen en tener «marco propio de relaciones laborales» (como dicen los sindicatos nacionalistas) o de relaciones culturales, religiosas o políticas. Mi ideal bebe de fuentes ilustradas clásicas, como Star Trek, y aspira a un gobierno mundial, a una legislación planetaria y a una justicia universal. Aún no entiendo cómo aquellos que han vivido el bochorno y la corrupción de las fronteras no saltan de gozo cuando atraviesan graciosamente un puente sin control fronterizo, sin tener que cambiar de moneda, sin necesidad de enseñar sus papeles o de mostrar sumisión a unos uniformados.

No, no es legítimo reclamar nación propia, salvo en casos de opresión sistemática, robo de recursos o violación de los derechos humanos. Las naciones son sólo una forma de organización humana. Ni unidad de destino, ni exaltación de identidad prefabricada, ni comunidad de odio hacia el vecino. Las naciones, como las tonterías, cuantas menos, mejor. Las justas.

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Feliz e indocumentado

En 1973 Gabriel García Márquez publicó un libro de crónicas y reportajes cuyo título, «Cuando era feliz e indocumentado», resume el estado al que siempre aspiré en mi juventud. (Bueno, también deseaba ser invisible, pero tampoco hay que forzar).

Ser indocumentado suponía no tener nombre y poder vagar libremente por el mundo sin obligaciones y sin objetivos, sólo por el placer de explorar y de conocer gentes. Facilitaba mucho este anhelo de huída y exploración vivir en un país antipático y gris, dado a la exaltación nacional, al folklorismo agilipollante y a la inclinación al crimen (o sea, como ahora pero con más curas y militares), aunque también ayudaron las lecturas de Stevenson y Jack London o las canciones de Dylan y Neil Young.

Sin embargo la vida no es una novela y aunque la música y el cine me han permitido seguir alimentando algunas fantasías (sí, también tengo el disco «Sin documentos», de Los Rodríguez) lo cierto es que mi cartera, como la de cualquier europeo estirado, se ha llenado de carnés y tarjetas de todo tipo, de visas y mastercards. Sólo falta que me tatúen un código de barras en el cuello o me injerten un chip con geolocalización que directamente me vaya cobrando los gastos de bus, aparcamiento, autopista y supermercado, el cine, las copas, los libros, me ponga una multa por saltarme el paso de cebra, cante el himno al pasar por San Mamés, me haga la declaración de la renta y —ya puestos— me dé un masaje con final feliz.

Decía Borges que decía Bioy Casares que los heresiarcas de Uqbar habían declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Tras manifestar mi más enérgica discrepencia en el asunto de la cópula y admitir que cualquier observador alienígena considerará a los humanos como plaga, a mí, abominable, lo que se dice auténticamente abominable, me resulta la multiplicación hasta la náusea de identidades, nacionalidades, partidos, partidas, facciones, hordas, camarillas, hatajos, catervas y patuleas. Y no porque me parezca mal la afición humana a agruparse, que algo hay que hacer para pasar el rato y quitarse el frío, sino por la pretensión de que cada una de esas manadas obtenga privilegios, impunidades y exenciones por una simple razón de número y mogollón. Mucho sujeto, mucha persona, mucha ciudadanía y mucho derecho individual, pero a la hora de la verdad la basca renuncia a su identidad y se refugia en la tribu, que es en donde mejor se hace el indio y en donde cualquier mamoneo y salida de tiesto son recibidos con aullidos de apoyo y balidos de sumisión.

A ver, corazones, los lobbys no son malos porque sus integrantes quieran ganar más dinero o proteger sus intereses, son malos cuando lo hacen saltándose la ley, evadiendo sus responsabilidades y perjudicando los intereses comunes. Y los intereses comunes se traducen, por simplificar, en derechos y en dinero.

Entiendo que la convivencia deba buscar un cierto equilibrio entre distintos grupos de partidarios, pero lo que no puede ser es que se impongan los más bocazas, chulos y horteras porque están dispuestos a dar la tabarra por cielo, mar y aire hasta consumirnos por aburrimiento. Eso cuando no recurren a la pistola.

Si el nacionalismo se limitara a dedicarse a lo suyo sin entrometerse en nuestras vidas, es decir, sin robarnos y sin poner trabas a nuestra libertad, podrían resultar hasta simpáticos, como los seguidores de Star Treck o los coleccionistas de chapas de cerveza. Lo malo es que siguen dispuestos a perseverar en la mentira y el crimen, a poner sus manos en nuestros bolsillos, sus bocazas en nuestras orejas, sus carnés en nuestra cartera y sus banderas en nuestras solapas.

Qué cruz.

[Publicado en El Diario Norte el 29/09/2013]