No hace falta ir mucho tiempo atrás. Mis abuelos eran personas que intervenían en el transcurso de la vida. No sólo tuvieron once hijos de los que sobrevivieron diez que han tenido a su vez descendencia múltiple, sino que intervenían en el curso natural de los acontecimientos: plantaban y recolectaban, criaban animales y los mataban para comerlos, cazaban y pescaban, creaban objetos con sus manos y los destruían. Basta con realizar estas acciones durante un tiempo para adquirir una responsabilidad quizá no intelectualizada, pero sí consciente, sobre los actos propios. Matar un cordero con nuestras propias manos es muy distinto de comprar una bandeja de chuletillas en un supermercado; se aprende lo doloroso que es matar y lo fácil que resulta y, por la misma razón, lo conveniente de establecer límites, prohibiciones y ritos. Levantar una casa es tan trabajoso que su destrucción es terrible. Qué decir de los hijos.
En comparación con mis abuelos yo soy un individuo muerto. No planto, no cazo, no creo y ni siquiera destruyo. Me limito a pasar por el mundo y a percibir su existencia. Mi relación con la vida, salvo raras ocasiones, no es directa: miro y estoy, y cuando actúo mi acción se reduce a consumir y exigir satisfacción. No planto, pero quiero frutos sabrosos. No cazo, pero exijo equilibrio deportivo. No crío ni mato ni me responsabilizo de los animales que voy a comer, pero exijo que mueran sin dolor y vivan sin sufrimiento. Miro con desdén y superioridad a los humanos que no han logrado desprenderse de su relación con la animalidad porque no soy consciente de mi existencia subsidiaria e innecesaria. Mi única actuación rastreable sobre la vida es una constante producción de gases innobles y residuos malolientes que ni siquiera veo y de los que no me hago cargo.
Las sociedades tradicionales tienden a convertir en tótem a los animales que los alimentan porque viven para ellos y por ellos. Yo no tengo animales totémicos y no respeto a la vaca ni al pollo ni a la oveja ni al chipirón ni a la merluza. Mi soberbia es tan grande que ni rezo al dios cerdo que me alimenta ni al toro que me representa. Desprecio a la patata. Me río hasta de la cebolla.
Hay quienes plantan y crían por mí. Quienes matan por mí y mueren por mí. Detesto a los que actúan por mí porque les mueven intereses, necesidades y deseos indignos… como a mí.
Creo entender lo muy complejo pero se me escapa lo simple. Soy capaz de elaborar minuciosas teorías narrativas pero ya no percibo la limpieza descriptiva. Sólo comprendo el mundo metafórico, neuronal, ultraconectado y ruidoso de la cháchara inútil en donde siempre tengo razón. Y frente a quien hace y se equivoca, frente a quien crea y destruye, yo ni hago ni creo ni destruyo ni sirvo. Sólo estoy y hablo. Sólo genero retórica y ruido, palabrería trompetera, reflexión delirante y lirismo crepuscular. Al imbécil de la metralleta y al tonto de la bomba, les respondo encendiendo una vela de olor. Soy un sujeto que evoluciona a objeto. La sombra de una vaca muerta que mira pasar el tren.
Héctor Walter Navarro 17 noviembre, 2015
Perroantonio: me has ahorrado describir mi propio paso por la vida…
Perroantonio 17 noviembre, 2015
No creo, Héctor. Tú tienes una misión. Grandes abrazos.
Agustín Erkiaga 1 diciembre, 2015
Muy bueno.